Acomodada en el autobús, la mujer saca del bolso un estuche de maquillaje para dar color a sus párpados. El gesto llama la atención de los otros pasajeros, arrastrados por esa curiosidad que despierta cualquier cosa que se salga de lo habitual. Ella sabe que la observan pero se toma su tiempo para delinear las cejas, rizar las pestañas y pintarse los labios. El resultado, atrevido y a la vez elegante, convence a todos los presentes de que se arregla para una cita. Unos imaginan que ha creado una imagen sugerente para acudir a un encuentro romántico. Otros suponen que tiene una entrevista de trabajo y quiere causar buena impresión. Algunos dudan de si no será una prostituta que va a ofrecer sus servicios a domicilio. Al bajar, la mujer se demora para exhibirse por última vez, pero en cuanto pone el pie en el suelo, se aleja a toda prisa. Una vez en casa, se limpia el maquillaje para adentrarse luego en la rutina de siempre: cena, algo de televisión y a la cama. El sueño la vence acariciando el recuerdo de las miradas de unos extraños, como el sediento perdido en el desierto que se esfuerza por beber el agua de un espejismo.
