La transformación de la ciencia ficción de serie B en un espectáculo de gran presupuesto, colmado de efectos especiales, coincidió con el auge del subgénero de catástrofes, cuyo argumento principal podríamos resumir como aquel en que un fallo de los sistemas, ora provocado por el hombre, ora por una fuerza incontrolable de la naturaleza, amenazaría con destruir a un grupo de personajes (reunidos más o menos por casualidad, bien como pasajeros de un avión o un transatlántico, veraneantes en un centro turístico o, en fin, habitantes de una ciudad asolada por dicho cataclismo), del que parte de él perecería en dicha catástrofe y los miembros restantes habrían de prevalecer gracias a su valor e ingenio. Dicho sistema argumental era proclive a la utilización de un reparto estelar, el consabido despliegue de efectos especiales y su propia comercialización en el extranjero, ya que la catástrofe, de constituir algo tangible, sería, desde luego, una especie de lenguaje internacional. En el caso de Norteamérica, además, al aparecer a principios de los años setenta, ese lenguaje es una derivación del trauma de Vietnam o el caso Watergate, dado que, culturalmente, el subgénero de catástrofes expresa siempre el miedo a la impotencia o a la pérdida de control, una ecuación bien reconocida –y reconocible- en la época. Pero los orígenes de dicho subgénero, aun así, han de situarse varias décadas atrás, primero que nada en las profundidades de la Gran Depresión, cuando muchos estudios comenzaron a producir películas con catástrofes espectaculares, aunque no fuesen esas sus tramas principales, por ejemplo Los últimos días de Pompeya (Ernest B. Schoedsack, 1935) o San Francisco (W. S. Van Dyke, 1936).
Después, ya en época de Guerra Fría, con todas las innumerables películas de serie B aparecidas en ese momento, bien sobre el poder de las explosiones atómicas y la radiación para producir mutantes y monstruos que provocan estragos, como ocurría en La humanidad en peligro (Gordon Douglas, 1954) o Surgió del fondo del mar (Bobby Gordon, 1955) o, claro, sobre tragedias humanas que implicaban, en axiomático precedente de lo que ocurriría en la década de los setenta, a una serie de personajes variopintos, colocados en una situación de peligro común a causa de una calamidad Deus ex machina. Tales son los ejemplos de Escrito en el cielo (William A. Wellman, 1954), donde John Wayne tenía que hacerse cargo de un avión con destino San Francisco, cuyos motores estaban seriamente dañados, o Suspense… hora cero (Hall Bartlett, 1957), en la que los pasajeros, incluido el piloto, han sufrido un envenenamiento alimentario. Ambas no sólo precursoras del cine de catástrofes en aviones, sino que, además, en el caso de la segunda, encontraría el espectador una frase, pronunciada por un Sterling Hayden en evidente estado de nervios, que devino célebre mucho más tarde, gracias a la sangrante parodia de Aterriza como puedas (Jim Abrahams, David Zucker y Jerry Zucker, 1980): «Creo que he elegido una mala semana para dejar de fumar». Algo más adelante, después de explotar incluso la catástrofe del Titanic en dos películas muy distintas y sugestivas[1]Me refiero a El hundimiento del Titanic (Jean Negulesco, 1953) y La última noche del Titanic (Roy Ward Baker, 1958)., se produjo, durante la década de los sesenta, un sensible descenso de este tipo de cine, con la excepción, acaso, de El último viaje (Andrew L. Stone, 1960) –precedente, a su manera, de La aventura del Poseidón (Irwin Allen, 1972)-, El diablo a las cuatro (Mervyn LeRoy, 1961) y Al este de Java (Bernard L. Kowalski, 1969).
Sea como fuere, no es hasta la década siguiente cuando, en verdad, la catástrofe se convierte, como decía al principio, en un elemento básico de ciertas superproducciones. Y aquí es también donde empieza nuestra historia, con la inauguración del subgénero más popular de los años setenta, de manos de una película como Aeropuerto (George Seaton, 1970), que es, sin embargo, mucho más que eso, gracias a su insuperable mezcla de melodrama microcósmico y aventura catastrófica. Pero no vayamos aún tan lejos, pues es perentorio ubicar la película de Seaton (y Henry Hathaway, que dirigió algunas de las escenas en exteriores, sin acreditar, sustituyendo a un enfermo Seaton) en medio de una estrambótica época en la que, en medio de una cartelera que sorprendía por su variedad y desigual calidad técnica, que destacó por su deliciosamente añeja calidad de melodramático bastión. Estamos, pues, en 1970, año en el que un espectador norteamericano podía encontrar desde bodrios irreparables como Trash (producido por la factoría Warhol y dirigida por el temible Paul Morrissey) o Myra Breckinridge (en la que Michael Sarne adaptaba una novela de Gore Vidal no menos atroz), hasta ejemplos tan anodinos como Algodón en Harlem, de Ossie Davis (que inauguraba, por su parte, el subgénero de la blaxploitation, y malbarataba una excelente novela de Chester Himes) y, por supuesto, obras maestras absolutas como La balada de Cable Hogue, El carnicero o Los girasoles (de Sam Peckinpah, Claude Chabrol y Vittorio de Sica, respectivamente). Empero, los presagios para esa nueva década no eran sino los de una peligrosa inclinación hacia un ya evidente descenso cualitativo, lastrado por el interminable catálogo de tics del cine de la época.
En medio de todo esto, como en un oasis inesperado, sobresale Aeropuerto, una de las producciones más caras de su tiempo, hito inaugural de un subgénero que no habría de dar al mundo del Cine demasiadas obras reseñables, dotada de un tono clásico y, hasta cierto punto, anacrónico, en el mejor de los sentidos. La película, basada en un superventas del expiloto de la RAF Arthur Hailey –que a su vez tuvo en cuenta un hecho real acaecido en 1962[2]Después de que un 707 de Continental Airlines se estrellara en Missouri en 1962, los investigadores determinaron que un pasajero había hecho explotar intencionadamente una bomba tras adquirir una cuantiosa póliza de seguro de vida.-, narraba la historia de Mel Bakersfeld (Burt Lancaster), director de un aeropuerto ficticio cerca de Chicago, paralizado durante una tormenta de nieve. Bakersfeld, que recibirá la ayuda del decidido mecánico Patroni[3]Único personaje de la saga, por cierto, que se repite durante todas las inevitables secuelas. (George Kennedy) para poner en marcha un Boeing 707 varado, no sólo tenía que lidiar con las lógicas consecuencias del mal tiempo en el aeropuerto, sino también con los residentes de los suburbios locales, que quieren cerrar permanentemente una de las pistas, y, claro, con los personajes y subtramas principales de la película, entre los que habría que destacar la complicada relación su cuñado (Dean Martin), piloto de una de las aerolíneas, que tiene una aventura extramarital con una joven y bella azafata (Jacqueline Bisset); su propio matrimonio con Cindy (Dana Wynter), que hace aguas por todas partes, lo que le permite desarrollar su relación con la representante del servicio de atención al cliente de la aerolínea, Tanya Livingston (Jean Seberg); una venerable anciana (Helen Hayes), polizona habitual; y, por último, la bárbara decisión de Guerrero (Van Heflin), un terrorista suicida que planea hacer estallar dicho avión en pleno vuelo.
A su manera, pues, Aeropuerto, brillante melodrama de vieja escuela –en la tradición de un Gran Hotel (Edmund Goulding, 1932) o La torre de los ambiciosos (Robert Wise, 1954), pero tamizada por, digamos, Cautivos del terror (Andrew L. Stone, 1958) o El cielo coronado (Joseph Pevney, 1960)- no sólo es, con mucho, la menos caricaturesca de las cuatro películas de temática aeroportuaria de la franquicia de Universal Pictures[4]En calidad descendente, Aeropuerto 75 (Jack Smight, 1974), Aeropuerto 77 (Jerry Jameson, 1977) y la última, Aeropuerto 79 (David Lowell Rich, 1979), que uno diría casi involuntaria autoparodia, en la que el mecánico Patroni ha devenido, no se sabe muy bien cómo, aguerridísimo piloto y amante nada menos que de la bergmaniana Bibi Andersson. y, a su vez, la que inició la entrañable moda del cine de catástrofes de los años setenta, sino que su combinación de un reparto estelar, una tensión impecablemente construida por el guion del propio Seaton y, por último, los substanciosos y amenos enredos románticos y dramáticos de la película (tres matrimonios en seria crisis, asaltados por cuestiones como la infidelidad, el aborto, la bancarrota o el suicidio) en un ajetreado aeropuerto del Medio Oeste, la convierten en una glamurosa y satisfactoria superproducción, sabia mixtura de evasión y clasicismo cinematográfico. Además, entre los factores concluyentes para su calidad definitiva reside el hecho, nada casual, de que el encargado de la producción fuese Ross Hunter, conocido por su pericia para fabricar clásicos inmortales del calibre de cualquier melodrama de Douglas Sirk de los años cincuenta (pensemos, por ejemplo, en Obsesión, Himno de batalla, Interludio de amor o Imitación a la vida), una comedia elegantísima como Confidencias a medianoche (Michael Gordon, 1959) o Un grito en la niebla (David Miller, 1960), thriller en el que Doris Day sufría lo indecible.
Así que puede decirse, y sin titubeos, que Aeropuerto estuvo también a la altura de los mejores trabajos de Hunter, lo que implicaba que sus valores de producción habrían de servir para consolidar una innegable noción de lo que significa el entretenimiento. La filosofía de Hunter era sencilla a la par que eficaz: el espectador va al cine en busca de entretenimiento, así que eso es lo que, primero de todo, ha de darle una película. De todas maneras, y esto es importante, por mucho que Aeropuerto haya alcanzado la consideración de madre del subgénero de catástrofes, lo cierto es que está mucho más cerca de constituir un enorme melodrama con, acaso, un pequeño cataclismo al final. De sólidos argumento y planificación, se toma su tiempo hasta llegar al siniestro y, por eso, a diferencia de lo que ocurre en nuestros días y lo que le acaeció al subgénero más adelante, nada de lo expuesto gira en torno al espectáculo y al posible número de cadáveres, sino a esa magnífica y heterodoxa estructuración de la mitad inicial de la película, a partir de la cual, una vez asentada, puede la acción tomar la dirección deseada, antes de que, finalmente, se establezca todo en una suerte de thriller procedimental a bordo del Boeing 707.
Aunque Aeropuerto pueda ser criticada por algunos a causa de su rigidez dramática, uno no puede evitar disfrutar de la forma en que la película, desde el principio, transmite los destinos de tan amplia gama de personas. En la escena inicial, nos encontramos en medio de la trepidante cotidianeidad de un aeropuerto donde se lucha contra la nevada, metáfora de las propias vidas de sus personajes principales. Era típico en las postreras películas de catástrofes que las víctimas de la catástrofe fuesen a menudo aquellos cuya moral había sido erosionada (al menos ocurría así en El coloso en llamas y Terremoto, donde tanto el fuego como el temblón cataclismo castigan sin piedad a los que se desvían del camino de los justos, empezando por el deshonesto Richard Chamberlain o el infiel Charlton Heston). En Aeropuerto, por fortuna, este rasgo apenas se aprecia. Más bien uno diría que la catástrofe resuelve los problemas familiares tanto en el caso del director Bakersfeld como del piloto al que da vida Dean Martin. El personaje más desafortunado, no obstante, es el terrorista Guerrero que, destruido como está, sin forma alguna de salir del atolladero social en el que ha caído, ha decidido resolver sus problemas con un horrible acto de violencia. Así que lo que nos atrae en Aeropuerto no es ya el lujoso espectáculo que tiene lugar ante nosotros, sino la situación y las personas que se ven implicadas en la trama y cómo las resoluciones de los diversos enredos románticos aterrizan, nunca mejor dicho, con su buena dosis de patetismo y realismo. Seaton, queda patente, confronta a los espectadores no sólo con el espectáculo de una catástrofe que ellos mismos podrían experimentar en sus propias vidas, sino a los diversos dramas que surgen en el día a día de las innumerables personas que pasan por un aeropuerto, ajenas a sus sistemas y ocasionales averías, así como de la personificación de los profesionales responsables como seres profundamente humanos, con defectos, conflictos y deseos que se entrecruzan con sus propias funciones.
Otra cosa que diferencia a Aeropuerto de algo que podría haberse hecho tres lustros antes es su seria reflexión sobre las cambiantes costumbres sociales. El guion de Seaton esgrime una visión esencialmente no moralista –empero, de prurito cristiano- de unos personajes cuyas vidas sexuales y emocionales son cada vez menos corrientes. La sensación de relativa calma, incluso auspiciosa, que se apodera de Mel y Cindy cuando, al final, acuerdan divorciarse (consiguen llegar a esa conclusión, además, en un acto de madurez y sin ninguna angustia exagerada) y buscar relaciones más satisfactorias sigue teniendo un tono radical (parece claro que Lancaster va a continuar su relación con el personaje de Jean Seberg, sólo que esta vez está decidido, por fin, a hacer las cosas bien, equilibrando su vida profesional y privada). Lo mismo puede decirse de la relación entre Vernon, el piloto, y la azafata Gwen, donde se introduce, además, una agradecidísima arenga provida que evitará, por todos los medios, enjuiciar la ilicitud de su relación amorosa. Tras impedir, casi por la mínima, cualquier baja derivada de la catástrofe, el piloto decide que su futuro está al lado del de la azafata.
La astucia de Aeropuerto resiste el paso del tiempo con singular destreza y, muy a pesar de lo que ciertos críticos han querido ver en ella, tildándola de reaccionaria, la de Seaton es una de las primeras películas de la historia que presenta un personaje femenino principal –Gwen, la azafata a la que interpreta Jacqueline Bisset- no ya de capital importancia, sino que podría resultar lo más parecido a una heroína liberada en aquellos tiempos del inicio de la revolución sexual. La bellísima actriz británica decide, por sí misma, qué hacer con su embarazo imprevisto y, además, deviene intrépido personaje que toma las riendas, envidiablemente bien, bajo presión. No hay aquí un estereotipo que vocea y colapsa en histeria, como era costumbre, hasta cierto punto, en el viejo Hollywood, sino alguien que en verdad actúa, sobriamente, ante el peligro. El caso de Jacqueline Bisset es, por cierto, el de alguien que la industria cinematográfica comenzaba, por fin, a tener en cuenta. Aquella joven, que le había robado el papel a Mia Farrow en El detective (1968), la complejísima obra maestra de Gordon Douglas, y que ese mismo año volvería a aparecer en otra película importante del mismo género, como fue Bullitt, de Peter Yates, demostraba ser más que capaz de dominar un filme.
Por cierto que, en lo que al resto de interpretaciones se refiere, los compañeros principales de Bisset en la pantalla están a la altura, sin la menor de las dudas. Me refiero, principalmente, a Burt Lancaster, Dean Martin, Jean Seberg y Van Heflin. Quizá el contraste entre los dos primeros es el que resulta más llamativo. Por una parte, la rígida formalidad de Lancaster, en el papel del intransigente director del aeropuerto, y, por otra, la relajada interpretación de Martin que, durante años, ha gozado de una inmerecida mala fama como actor. El gran vocalista masculino –sin duda, uno de los mejores de todos los tiempos- mostraba un estilo de interpretar tan casual que podía confundirse con pereza y distracción lo que, en realidad, era la más eficaz naturalidad. Basta un vistazo a algunos de sus papeles serios, tales como Río Bravo (Howard Hawks, 1959), Cariño amargo (George Roy Hill, 1963) o Desafío (Paul Bogart, 1975), para comprender que algunos grandes cantantes como él, Bing Crosby o Frank Sinatra pueden llegar a ser también estupendos actores si se lo toman en serio. Martin, en su bicéfala interpretación (de la arrogancia y el temperamento irresponsable y enojoso pasa, sin dificultad, a la final competencia, compasión y cariño), y Lancaster, que, en su papel de hombre complejo cuya devoción por su trabajo ha destrozado su matrimonio (el actor mantiene a raya la tendencia a la intensidad a que acostumbraba), cohesionan la película. Ellos dos son, junto a la antedicha Bisset, Jean Seberg (actriz vitalísima, con un triste final, que había destacado, por primera vez, de la mano del siempre exigente Preminger) y un impresionante Van Heflin, otro de los grandes puntales de esta película extraordinaria.
A tono personal, añadiré que yo era todavía un niño cuando me impresionó –tanto por cuestiones de fantasía propia como de, entonces nacientes, modos de empedernido cinéfilo-, por primera vez, un lejano domingo por la tarde, el visionado de esta película. Aquella fue también la época en que lo hicieron, asimismo, películas extraordinarias como Los héroes de Telemark (Anthony Mann, 1965) o Los luchadores del infierno (Andrew V. McLaglen, 1969). Hoy, alguna que otra década más tarde, volviendo al filme de Seaton, he descubierto que el paso del tiempo y los cambios en el transporte aéreo tras el fatídico 11-S han contribuido a que Aeropuerto adquiera un valor de entretenimiento histórico que quizás no tenía en 1970. Es verdad que la película posee, más o menos, la misma proporción de fantasía y realidad que cualquier elegante producción de Ross Hunter, lo que podría resultar en que, hasta cierto punto, dudásemos de que la experiencia de viajar en avión comercial fuera alguna vez tan refinada como se presenta aquí, pero creo, sin embargo, que da una aproximación bastante cercana a lo que debía ser volar en aquellos días en que uno podía colarse sin esfuerzo, dentro y fuera de los aviones, portando bombas caseras y tarjetas de embarque en lugar de billetes.
Hoy sigue resultando de sumo interés, en consonancia con la novela de Hailey (a la que el guion se mantiene fiel en todo momento, con algunos cambios menores debidos a las limitaciones de tiempo), observar la infinidad de detalles sobre el funcionamiento cotidiano de un gran aeropuerto internacional que la película ofrece, desde los conflictos entre pilotos y operadores de tierra hasta los problemas de los residentes locales, los efectos de la nieve, los equipos de operaciones y mantenimiento, las tripulaciones de vuelo y los controladores aéreos de la Administración Federal de Aviación (FAA). Lo que no cesa, por cierto, de recordarme a aquellas viejas películas de los años cuarenta y cincuenta que, enmascaradas bajo un embozo de cine negro, contenían importantes escenas documentales de la historia del estado de bienestar norteamericano, que comenzó con el New Deal de Roosevelt. Cabe, pues, decirse que Aeropuerto deviene, de tal modo y manera, una fascinante máquina del tiempo de una época pasada. Las secuencias a bordo del avión, incluidos los diálogos y las acciones de la tripulación, están magníficamente documentadas y trascienden por su realismo, lo que contribuye a otorgarle un fuerte respaldo a la película, evitando que se convierta en una obra caprichosa –y hasta cierto punto huera- como sí ocurrió, más tarde, con muchas otras películas de catástrofes que estaban por llegar.
Y en cuanto al suspense, si, por su parte, ulteriores ejemplos como Aeropuerto 75 o Terremoto (pese a tener en sus filas a dos directores como Jack Smight y Mark Robson) acumulaban serios problemas para mantenerlo, la de Seaton, en cambio, ampara y defiende la tensión durante todo el metraje y confía en la eficacia de los personajes para que jamás decaiga el interés. Si no es Cine con mayúsculas conseguir que una conversación en un bar vacío (como la que mantienen Van Heflin y Maureen Stapleton), en un despacho del aeropuerto (Jean Seberg y Burt Lancaster) o en un avión que todavía está detenido y sin pasajeros (Dean Martin y Jacqueline Bisset) se conviertan en puntales fundamentales de la película y no consigamos apartar la mirada de ellos, habría que pensar muy seriamente qué lo es, entonces. Naturalmente, no pocas gracias han de serle dadas al director y guionista Seaton que, en la tradición de algunos de sus mejores trabajos, como La angustia de vivir (1954), Los héroes también lloran (1956) o Silencio de muerte (1963), desempeña una labor rigurosísima, por ejemplo con su recurrencia a los planos en pantalla partida. Técnica ésta, por cierto, que el productor Hunter había utilizado ya en su éxito de 1959, Confidencias a medianoche, y de cuyos efectos se genera, tanto por parte del mítico director de fotografía Ernest Laszlo como del montador Stuart Gilmore, un uso ingeniosísimo que sirve para enfatizar la importancia de una comunicación eficaz, sin duda uno de los grandes temas de la película. Existe también un largo plano subjetivo desde la perspectiva de la azafata que, aun hoy, resulta una labor portentosa. Por su parte, las localizaciones reales del aeropuerto y los decorados interiores están muy bien utilizados, y aunque existen muy pocas tomas en el aire durante el vuelo, en las existentes da la impresión de que se utilizaron las mejores maquetas disponibles, mientras que las tomas en tierra se filmaron con un Boeing 707 real.
No puede olvidarse, de la misma forma, el gran reparto de secundarios relevantes del que se sirve Seaton para añadirle algo más de realismo a su película. Entre ellos, merece la pena destacar, por ejemplo, al astuto agente de aduanas que interpreta Lloyd Nolan, eterno secundario, por cierto que con varias catástrofes en su haber[5]Me refiero a, por ejemplo, Abandonen el barco (Richard Sale, 1957), Terremoto (Mark Robson, 1974) o El bosque en llamas (Earl Bellamy, 1977). Además, y por añadidura, es inevitable no recordar a Nolan, un cuarto de siglo antes, haciéndose pasar por agente de aduanas en La casa de la calle 92 (Henry Hathaway, 1945); Barbara Hale (otrora fiel secretaria de Perry Mason y aquí magnífica en su papel de abnegada esposa de Dean Martin); Dana Wynter, la infiel mujer de Lancaster (el recuerdo de su rostro, ya mutante, al final de La invasión de los ladrones de cuerpos, es literalmente perenne); Maureen Stapleton (que impresiona tanto como Heflin, con cada uno de sus dramáticos gestos); Barry Nelson (el otro experimentado piloto y primer James Bond de la historia, en la serie de los años cincuenta); Jessie Royce Landis (la divertida madre de Cary Grant, por citar un papel relevante, en Con la muerte en los talones); Whit Bissell (uno de los grandes secundarios de la historia, casi siempre médico); Larry Gates (que comparte película, por segunda vez, con Dana Wynter, después de La invasión de los ladrones de cuerpos) o Nick Cravat (inolvidable Piccolo en El halcón y la flecha). Alfred Newman, ganador de nueve Oscar a lo largo de su carrera, que compuso para Aeropuerto la última partitura de su carrera, demostró, por su parte, que no había perdido ni un ápice de su célebre toque y, por eso, merece aquí mención especial, pues su sólida y emocionante partitura orquestal ayuda a añadir tensión a las escenas dramáticas y proporciona a la película, gracias al montaje de Gilmore (que tiene, en su haber, nada menos, que El Álamo, Hatari!, Su juego favorito o La amenaza de Andrómeda), una de las mejores aperturas de toda la historia del Cine.
Puede que esta balada del aeropuerto, dirigida con sólida y eficaz ambición selznickiana, a pesar de que su reputación se haya visto empañada por unas secuelas descuidadas, no sea, en efecto, un documental, pero sí que nos permite echar un vistazo a un mundo que ya no existe. Parte de la grandeza de Aeropuerto reside en su calidad de recordatorio de que, incluso en los tiempos de Easy Rider (ahora ya, sin otra cosa, un lívido hito contracultural) o M.A.S.H. (poco más que una apolillada parábola antimilitarista), los antiguos valores de Hollywood aún tenían poder suficiente. Aeropuerto es, sin duda alguna, no sólo una de los más ilustres ejemplos del subgénero de catástrofes[6]Sobre todo, teniendo en cuenta que, a lo largo de la década, la mayor parte de los productos resultantes parecen meros vehículos impostados en los que estrellas venidas a menos revivirían sus carreras participando, con papeles sin la menor envergadura, en tramas donde les aguardaban terribles destinos: si no se esforzaban en escapar de un incendio, sí lo harían de una inundación, un terremoto, un volcán, una avalancha o, en fin, una esotérica invasión de abejas. Es verdad que, hoy en día y para el cinéfilo, muchos de estos esfuerzos contienen un atractivo rebuscado y extracinematográfico, consistente en comprobar quiénes son, primero, las estrellas invitadas, y cómo irán desapareciendo a lo largo de las tramas., sino, aun más, una de las mejores películas de toda la década de los setenta. Y es lógico pensar, precisamente en este momento tan complicado para la industria, que igualar o superar algo así parezca una labor bien ardua.
Ficha técnica |
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Referencias
↑1 | Me refiero a El hundimiento del Titanic (Jean Negulesco, 1953) y La última noche del Titanic (Roy Ward Baker, 1958). |
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↑2 | Después de que un 707 de Continental Airlines se estrellara en Missouri en 1962, los investigadores determinaron que un pasajero había hecho explotar intencionadamente una bomba tras adquirir una cuantiosa póliza de seguro de vida. |
↑3 | Único personaje de la saga, por cierto, que se repite durante todas las inevitables secuelas. |
↑4 | En calidad descendente, Aeropuerto 75 (Jack Smight, 1974), Aeropuerto 77 (Jerry Jameson, 1977) y la última, Aeropuerto 79 (David Lowell Rich, 1979), que uno diría casi involuntaria autoparodia, en la que el mecánico Patroni ha devenido, no se sabe muy bien cómo, aguerridísimo piloto y amante nada menos que de la bergmaniana Bibi Andersson. |
↑5 | Me refiero a, por ejemplo, Abandonen el barco (Richard Sale, 1957), Terremoto (Mark Robson, 1974) o El bosque en llamas (Earl Bellamy, 1977). Además, y por añadidura, es inevitable no recordar a Nolan, un cuarto de siglo antes, haciéndose pasar por agente de aduanas en La casa de la calle 92 (Henry Hathaway, 1945) |
↑6 | Sobre todo, teniendo en cuenta que, a lo largo de la década, la mayor parte de los productos resultantes parecen meros vehículos impostados en los que estrellas venidas a menos revivirían sus carreras participando, con papeles sin la menor envergadura, en tramas donde les aguardaban terribles destinos: si no se esforzaban en escapar de un incendio, sí lo harían de una inundación, un terremoto, un volcán, una avalancha o, en fin, una esotérica invasión de abejas. Es verdad que, hoy en día y para el cinéfilo, muchos de estos esfuerzos contienen un atractivo rebuscado y extracinematográfico, consistente en comprobar quiénes son, primero, las estrellas invitadas, y cómo irán desapareciendo a lo largo de las tramas. |