Se separan las parejas durante unos segundos esperando que se reanude la música. Suenan en el gimnasio de guirnaldas y pancarta de fin de curso las primeras notas de Jardín prohibido, de Sandro Giacobbe. Posiblemente la canción con más morro de la Historia.
Esta noche tengo algo que decirte, canta el italiano cuando la ex novia del capitán del equipo de fútbol se derrumba, que tu mejor amiga ha estado entre mis brazos. La adolescente se tira del pelo de las sienes con energía y, de rodillas, grita NO, NO, ESA CANCIÓN NO, boquea como un pez arrastrado hasta la orilla, QUITAD ESA CANCIÓN, quitad esa canción, baja el tono y gime. Y las parejas suspenden el ritual preapareatorio abriendo un círculo de respetuoso silencio alrededor de la reina de la belleza con chorretones de cosméticos ensuciándole las mejillas.
Lo veo todo desde detrás de la ponchera, en el rincón de las espalderas. La dramática escena del color del jarabe: cómo arrastra los pantalones de campana, cómo llora en mitad de la pista, cómo intenta ocultar el profundo dolor de su desamor tapándose la cara con ambas manos. Y yo, que no valgo más que mi propia risa, me río y, cuando me canso de hacerlo, desvío la mirada de forma involuntaria hacia la bola del techo y la escena se me repite multiplicada por mil espejitos. Entonces vuelvo a reír y río tanto, tanto que mi escandalosa carcajada consigue, por un momento, acallar su lamento desgarrado, pero no a Sandro Giacobbe, que canta, que canta que lo siente mucho, que canta que la vida es así y que no la ha inventado él.