Lamentas la corbata que la pelota dibuja alrededor del hoyo dieciocho y que echa a perder tu golpe. Y dejas escapar una maldición cuando te doblas para sacarla del agujero y tus dedos apenas la rozan porque la pelotita caprichosa se te escurre de forma definitiva, y desciende y desciende por la espiral kilométrica que se estrecha hacia el centro de la Tierra, progresivamente, hasta que un cuenco mínimo de cristal la recoge y pone fin a su caída libre. Una pequeña cazoleta en la cual baila durante unos segundos con un repiqueteo alegre, contagioso y juguetón.
Entonces un niño vestido de almirante, con chaqueta de botones dorados, pantalones cortos y calcetines altos, coge la bola, reconoce el número inscrito, la levanta para que se vea bien y lo canta a voz en cuello sin importarle que tiene un micrófono justo delante. Y todos se agitan al saber el número agraciado y se alegran, se agitan y se alegran y lo celebran y se abrazan. Todos menos tú que, concentrado en anotar los hoyos propios y los del rival en la tarjeta que guardas en la cartera junto al décimo premiado, estás más preocupado por justificar tu golpe fallido y escudarte en la mala suerte que por otra cosa.