«¿Cómo empezar?
¿Me siento? ¿Me paro? ¿Qué muestro primero? ¿Qué quiero mirar primero?
¿Qué soportaría mirar primero?
¿Qué parte de mi cuerpo quiero descubrir primero?
¿Por qué no puedo sentir mi cuerpo desnudo? ¿Por qué no puedo mirar mi cuerpo desnudo?
¿Hace cuanto no me miró desnuda en el espejo?
¿A qué le tengo miedo? ¿Qué quiero evitar? »
Decidí enfrentar a mi propia mirada. Responder a mis preguntas.
Si, pensé que era buena idea de seguir el consejo de una fotógrafa que me acompaña en un proyecto muy importante para mi.
Me dije que hoy sería el día elegido para armarme de valor.
«Quiero mirarme. Debo mirarme. Tengo que mirarme. De pies a cabeza. Entera, o por pedazos. No importa. Quiero conocerme.»
Quise comenzar la sesión de autoretato sentada. Si, mejor sentada. No había necesidad de mostrar todo a la primera. No estaba todavía cómoda con la idea de desnudarme por completo. Decidí quedarme con mi calzón y tapar mis senos con una bufanda de tela delgada y muy suave. Una de mis favoritas. Quería estar segura que aquello que acariciara mis senos sea algo muy delicado. Soy muy sensible en esta parte de mi cuerpo.
Fue terriblemente difícil encontrar una posición antes que el disparador se lance. Finalmente logré una postura donde me sentía cómoda, aunque pensaba que mi timidez se revelaría claramente.
Tardé en tener el coraje de acercarme a mi cámara para ver el resultado. Me quedé como esperando una invitación. Me reí de mi misma. Tomé unas cinco o seis más. No me asusté tanto al descubrirlas. Me dije que sería capaz de sacar más en otras posiciones. En algunas de ellas permanecía la suave bufanda, cubriéndome en parte.
Puse un pedazo de media panty en el foco de la cámara para invitar a la luz a transformar las imágenes. La verdad es que me encanta experimentar con ese tipo de elementos en la fotografía. La realidad no me basta. Necesito ser sorprendida por lo inesperado. Ya estaba más en confianza. Dejé caer la bufanda y el calzón. En ese instante ya estaba jugando. Me gusta jugar. Creo que por eso empecé a disfrutar de ese momento.
«Es increíble como la cámara puede se una súper buena compañera, es de aquellas que no te juzgan. Me dije. Yo si lo hago. Yo si me juzgo.»
¿Por qué nunca he querido mirarme en el espejo desnuda?
La historia es larga pero no ajena a otras historias. De hecho es universal. He odiado mi cuerpo y mi cara durante muchos años. “Lo feo es aquello que se odia” dice P.Bonnett en una de sus últimas novelas. Yo siempre me consideré fea. Creo que en la actualidad tanto como odio no le tengo a mi cuerpo, pero todavía me cuesta habitarlo plenamente, así cómo a mi rostro.
Cuando era niña, como la mayoría de ellas en Bolivia, tenía muñecas Barbie. De esas a las que todas y todos considerábamos como el ideal de belleza. Blanca, rubia, ojos azules, piernas largas, senos bien parados, cintura bien marcada. No recuerdo que me gustasen realmente, pero todas las niñas debían tener una, así que mi mamá hacía lo posible para llenarme de barbies.
Me acuerdo que las miraba y me preguntaba si yo me parecía a ellas. Iba al espejo y me ponía a lado de ellas. Por supuesto, mi reflejo me decía que no, no era como ellas. En la adolescencia terminé de entender que yo no era blanca, que yo era una chica morena, una chica fea, nada parecida a esas muñecas con las que tanto jugaba inventando historias de princesas y principes. No encontraba en el espejo las piernas largas, las nalgas chiquitas, los senos con pezones rosados. Veía un cuerpo de gallina (piernas flacas con un poto grande) veía unos senos minúsculos con unos pezones cafés. Veía que mi nariz no era perfecta, que tenía ojos de rana y quijada de caballo. Pero sobre todo, descubrí que tenia pómulos demasiado pronunciados con respecto a las Barbies y todas las actrices de las telenovelas que veíamos en familia, que por cierto también eran bien blancas y delgadas. El espejo reflejaba claramente mis rasgos indígenas que mi familia quería ocultar, diciéndome que yo no era tan morena. Negar mis orígenes para que yo tenga un mejor futuro que el de ellas. Ese era el mensaje. En todo caso, así lo viví más tarde.
¿Cómo no darle importancia al color si por todas partes te repiten que el color importa?
«¡Que hermosa chica!, mira su piel tan blanca, parece de muñeca»
“Esta imilla negra, que se cree. ¡Aunque te bañes en maquillaje siempre serás fea!”
«Esa es una campesina, mira su cara de india»
¿Cómo no reproducir si es lo único que escuchas de pequeña, pequeño? Tele, revistas, libros, muñecas. Es decir, todo un sistema que te restriega por todos los medios posibles cual es la belleza ideal. ¿Cómo no repetir el mismo esquema si estamos impregnados de estereotipos de belleza vehiculadas por una sociedad racista, clasista, sexista y capitalista?.
Al final y sin darte cuenta, interiorizas el mensaje, lo haces tuyo.
En fin. ¿Por qué decidir hacer esta experiencia de fotos intimas mirándome de frente y sin pestañar? Simple, porque es una de las pocas cosas que todavía no deconstruía. No puede ser que a los 41 años sigo evitándo mirarme la cara sin detestarme, o mirar mi desnudez sin verme fea. C’est fini! ¡Basta!. Llevo años desmantelando sistemas de opresión que han hecho que un día haya odiado y sentido vergüenza de mi cuerpo y sobre todo de mi cara, de mis orígenes.
Con esta sesión fotográfica quise liberarme por completo. Después de unas cuántas fotos más que incluían un primer desnudo, decidí mirarme en el espejo sin cámara, solo mírame.
Mirarme, quererme, reconciliarme.
Miré, miré. Y solo vi un cuerpo.
Mi cuerpo. Tal y como es.
Lo examiné parte por parte. Mis estrías después de los dos embarazos, mi barriga pronunciada, mis caderas de siempre. Mis senos. Si, unos senos con pezones café oscuro. Vi muchos lunares, como los que tienen en mi familia materna. Vi cicatrices y marcas que antes no tenía. Normal. Ya no tengo 18 y no conozco mi cuerpo. Vi también una cintura que apenas se marcaba, pero ahí estaba, siendo cómo tenía que ser. Vi la selva negra, bien cubierta de muchos bellos rebeldes. Vi unas hermosas piernas de mujer de 41 años. Esas que ahora no paro de mostrar porque se me da la gana.
Pasé a mi cara. Fue casi como un ritual. Un camino hacia la trascendencia. Exploré mis arrugas, mis poros abiertos, mis puntos negros. También exploré mis labios, mis ojos rasgados con un poco de ojeras. Lógico si hace años que no duermo bien. Miré mis pómulos. Me detuve mucho tiempo acariciando mis pómulos, que me recuerdan la herencia de mis ancestros quechuas. Esos que fueron tan repudiados y pisoteados durante siglos. Esos que hoy todavía siguen sufriendo discriminación de una sociedad postcolonial extremadamente racista. Esos pómulos que también me repiten con amor que soy descendencia de mi madre y de mi abuela. Esos pómulos que me recuerdan que soy hija de mi herencia indígena.
Si. Vi un cuerpo lleno de historias que contar. Vi una imagen a la que amar. Vi una mujer con ganas de vivir. Vi una vida que quiere seguir cambiando y luchando.
«¡Qué liberador este encuentro conmigo misma!
Desde ahora mirarme desnuda en el espejo, será un acto político.»