Mi ideología no está acorde con mi salud.
Y aunque intento seguir viviendo con ánimo, me sucede que el cinismo, esa forma emponzoñada de derrota, se apodera de mis pensamientos y desactiva mis discursos, totalmente incapaces de hacerse eco en mi cuerpo.
Porque construir lo común, fortalecer el tejido social, imaginar en colectivo, es imposible cuando, sin importar lo que digas, escribas o hagas, los síntomas te recluyen.
Creo -o, cuando me encuentro vencida, quiero creer- en lo que digo, lo que escribo, lo que defiendo. Pero el punto ciego es la convivencia, porque estoy acostumbrada a aguantar la enfermedad en soledad, pero no sé cómo se establecen vínculos horizontales y sanos desde el malestar y la imposibilidad, desde el dolor y la derrota.
Puedo reducir al máximo lo que consumo, cuestionar incansablemente lo que deseo, lo que pienso y el lugar desde el que hablo. Puedo intentar vivir acorde a mis principios sin importar que tenga que renunciar a muchas cosas, siempre que eso no implique que mi cuerpo tenga que estar demasiado tiempo expuesto entre otros cuerpos. Porque siempre, en cualquier momento, pueden irrumpir los síntomas, que cambian con el tiempo, que escapan por completo a mi control, que no tienen nada que ver con mis discursos y que la mayoría del tiempo no responden a ninguna causa lógica.
A veces, en medio de la desesperanza más absoluta, me pregunto si estar enferma no es una excusa para no vivir la vida que quiero, si no me estaré acostumbrando a permanecer en la cárcel de mis síntomas, si no estaré dejando que los límites de mi cuerpo sean la justificación de mis derrotas, si mi desánimo no es en el fondo una claudicación ante una pulsión individualista. Pero estas preguntas, sin una respuesta clara posible, rápidamente se convierten en un castigo más porque las manifestaciones de la enfermedad escapan a mi voluntad y me despojan de mi cuerpo.
Y aunque ciertos discursos, o incluso algunas terapias y tratamientos, insistan en decir que con la actitud se pueden reducir los síntomas, aunque cada vez más evidencia científica señale que las neuronas del cerebro y las emociones están estrechamente relacionadas con las enfermedades autoinmunes, aunque siga intentando entender la enfermedad desde el prisma de mi ideología y asumirla como el resultado de unas estructuras y unas condiciones materiales específicas, aún no he encontrado la manera de lograr que mis posicionamientos políticos ante la vida incidan en mi cuerpo y hagan desaparecer los síntomas, que siguen condicionando mi cotidianidad y, por lo mismo, cualquier futuro posible, individual o colectivo, que imagine.
Mientras intento hacer una lectura política de lo que le pasa a mi cuerpo, los síntomas continúan condicionando absolutamente todas las decisiones que tomo, desde las más simples, como si salir a la calle o no, hasta las más trascendentales, como saber si voy a poder afrontar un determinado trabajo o si es otro de esos espacios laborales vedados para mí. Mientras intento hacer una lectura política de lo que significa estar enferma, ser una enferma crónica, lo cierto es que estoy cansada de tener miedo a la comida, cansada de tener que evaluar todo el tiempo y con cada acción -comer, ir a la biblioteca, dar una charla, asistir a algún curso, ir a una asamblea- si voy a ser capaz de realizarla, cansada de sufrir con distintos niveles de intensidad según la época.
Y sé que si fuera hombre sería distinto, porque probablemente los médicos me hubieran tomado más en serio desde el principio y el diagnóstico hubiera llegado antes.
Sé que si tuviera dinero sería distinto, porque podría hacerme muchos más análisis y no esperar meses a que algún especialista me atienda, para esperar otros largos meses hasta que me hagan una prueba y le lleguen los resultados; podría también permitirme una peregrinación constante de consulta en consulta, de negocio en negocio, hasta que alguien me diera una solución más definitiva.
Sé que si se invirtiera más dinero en la investigación de las enfermedades raras sería distinto, porque habría un conocimiento de las mismas más generalizado y respetado -avalado por la ciencia- y ningún médico podría reírse cuando le hablara de algún síndrome extraño.
Sé que si la sanidad pública se reforzara y los médicos tuvieran las condiciones para atender con más tiempo y más medios a los pacientes sería distinto, porque es imposible que los pocos minutos de media de consulta por paciente que tienen que cumplir sean suficientes para hacer un resumen de 15 años de síntomas, pruebas, diagnósticos y tratamientos.
Sé también que si hubiera algún tipo de apoyo psicológico para las personas con enfermedades crónicas sería distinto, porque vivir durante décadas con sintomatología constante termina afectando radicalmente también a la salud mental.
Pero saber todo esto, ser consciente de que las demandas que surgen de estas afirmaciones deben articularse política y colectivamente, no sirve de nada frente a la contundencia de los síntomas, que muchas veces son un freno para cualquier organización colectiva posible.
Por eso escribo sobre la enfermedad, porque creo que quizás esta es la forma más efectiva que tengo para politizarla.
Escribo no como una queja o como un repliegue en la autoconmisceración.
Escribo para comunicar algo que trascienda a la descripción imposible del dolor o a la enumeración estéril de los síntomas.
Escribo para ir más allá de la necesidad, también lingüística, de un diagnóstico y un tratamiento.
Escribo para imaginar una comunidad de cuerpos enfermos y expuestos que encuentre formas alternativas de organización política.
Escribo no porque la escritura sea un remedio o un alivio concreto para el malestar, sino porque probablemente es la herramienta más poderosa que existe para pensarnos en común, incluso desde nuestra individualidad confinada en un cuerpo enfermo.