Mi madre tenía una predisposición natural para ver el lado adverso de las cosas. Siempre preocupada, su semblante parecía revestido de un halo de melancolía, aunque con ella nunca me faltó ropa usada con aspecto de nueva ni un beso de buenas noches. Aún así, había momentos en que ya no podía más y se retiraba a un lugar discreto para reír clandestinamente. A mi padre, en cambio, se le veía cargado de optimismo. Me recogía en el colegio dibujando una sonrisa y me hablaba de un nuevo trabajo o de unas vacaciones que jamás llegaban. Nadie sabía que más de una vez se encerraba en el baño y derramaba unas lágrimas furtivas.
De mis padres envidiaba la longevidad de su matrimonio, no así su extraña amalgama de temperamentos aparentemente contradictorios, que siempre juzgué demasiado confusa. Por eso mismo me consideré afortunado de dar con una esposa que compartiera mi concepción de la vida familiar. Cuando llegó nuestro hijo, acordamos no poner nunca mala cara y afrontar todas las situaciones con buen talante. Las previsiones y la realidad no suelen coincidir y ahora que veo las maletas de mi mujer en la puerta, me pregunto si no nos equivocamos al llorar los dos a escondidas.