Intento dejar de pensar en lo que pasó, pero las escenas y las palabras vuelven como una resaca. Necesito una palabra para esta sensación: la resaca, el malestar, después de una conversación desagradable, después de una confrontación inevitable, después de sumergirme en un conflicto que surgió, una vez más, casi sin darme cuenta.
Imposible escapar.
La única salida posible hubiera sido el silencio y la más que probable consecuencia de experimentar ese otro tipo de malestar: la vergüenza de haber permanecido callada y haber permitido que el sentido común autoritario y racista circulase en la sobremesa de forma cotidiana, banal, sin estridencias. En el fondo, creo que esa alternativa sólo me la planteo ahora, cuando siento algo parecido al arrepentimiento sin arrepentirme. No podía quedarme callada. Otras veces ya ha sucedido y al día siguiente siempre aparece ese rumiar envenenado que me llena de desesperanza y de rabia por no haber sido más contundente, menos amable, más radical.
Estoy cansada de tener que decirles a los españoles que su país es racista cuando me lo preguntan. Como el mío, les digo, porque siempre siempre tiran de comparaciones con otros países. Sólo que yo no tengo ningún problema en reconocerlo, continúo. ¿Por qué les cuesta tanto? ¿Por qué la insistencia en desviar la mirada?
Y también estoy cansada de la forma sibilina en la que un deseo cobarde se me instala en el pecho: desearía haberme callado, haber sido aún menos vehemente, desviar yo también la mirada y despedirme sin mayores asperezas. Ese deseo, que surge siempre del privilegio de tener la engañosa posibilidad de encajar sin ser notada, es la semilla de la que surge la rendición, porque sí, la convivencia es siempre una batalla. Y cansa. Pero, me recuerdo a mí misma, es mi situación privilegiada la que hace que rendirme -permanecer en silencio, mirar hacia otro lado, mantener la cordialidad- sea una opción.
Sin embargo, si me hubiese callado, ellos no hubieran tenido que confrontarse con esas realidades que, compruebo una vez más, no conocen porque ni siquiera ven: que aquí al lado, en Huelva, quienes cosechan los famosos frutos rojos que se venden en los mercados viven en chabolas que se incendian (o son incendiadas) repetidamente, que hay trabajadoras del hogar internas que viven en régimen de semi-esclavitud, que en esos contextos hay mujeres que son violadas y que no pueden denunciar sin asumir el riesgo de que las deporten, que hay personas que han sido encerradas en los CIEs después de 20 años viviendo en España, y que no, los que son encerrados allí no han cometido ningún delito, que hay gente a la que la policía le para 5 veces al día para pedirle los papeles, que si tienes determinado acento a veces ni siquiera te quieren mostrar una casa para alquilar, que a una gran mayoría de migrantes alguna vez nos han gritado que nos vayamos a nuestro país, que a pesar de la diversidad del alumnado en los institutos, la enseñanza, como otros espacios institucionales, sigue siendo un ámbito que no se corresponde con la sociedad en la que se desarrolla.
La mayoría de estas realidades las ignoran y no les importa ignorarlas, mientras niegan taxativamente que España sea racista.Desconocen en qué consiste la ley de extranjería o la política migratoria europea. Desconocen lo que es la irregularidad sobrevenida o que la ONU ha llamado la atención a España por las identificaciones por perfil racial. Desconocen las condiciones y las causas de migración de la gente con la que se cruzan a diario en las calles y que sólo ven cuando alguna noticia sensacionalista o algún partido racista les dice que tienen que tenerles miedo.
Tan sólo un día antes de otro terrible naufragio, probablemente el más mortífero en lo que va de año, alguien murmuró que por algo será que los que vienen son sólo hombres jóvenes y están mazados, mientras otro decía que la culpa de que vengan en esas condiciones es de las mafias y de sus respectivos países, no de Europa. Nunca de Europa. Infamias que se repiten para regodearse en su mutilado sentido de justicia.
Pero, no dejo de repetirme con rabia, si desconocen todos estos aspectos que son el día a día para muchas personas en este territorio, ¿cómo pueden seguir sosteniendo una afirmación que se refuta automáticamente con cada uno de ellos y con su propia ignorancia?
Ese desconocimiento, esa falta de interés absoluta, ese aturdimiento egoísta, es también racismo. Esa normalización de la injusticia, esa naturalidad con la que conviven con las redadas, con las masacres en la frontera, con la explotación laboral más descarnada, hace que sean racistas, aunque no se dediquen a insultar abiertamente a los migrantes que se cruzan por la calle.
Repetir, desde el absoluto desconocimiento, discursos y consignas movilizadas por la extrema derecha, cuando día tras día muere gente, es inmoral. Pero constantemente confirmo que esa es la realidad más cotidiana, banal y sensata para una gran cantidad de gente en España, que jamás se siente interpelada por el sufrimiento que su propio ensimismamiento aturdido y enceguecido genera.
Tienen una ceguera doble: no ven esas realidades con las que conviven y tampoco ven su propio racismo, que funciona eficazmente como un mecanismo de borrado, un régimen de invisibilización permanente.
No, decir que España es racista no es tan sólo un discurso que se repite dependiendo de la ideología que se profesa, no es una opinión personal como cualquier otra, una impresión que a mí se me ha cruzado por la cabeza. España es racista porque la realidad concreta de mucha gente está absolutamente condicionada por leyes, por comportamientos, por insultos, por normas, por códigos, por repartos, racistas. No es una opinión, es una realidad que, en muchos casos, implica estar en riesgo permanente.
Me pregunto si vale la pena seguir discutiendo. Incluso me pregunto si vale la pena seguir compartiendo espacios de convivencia con gente que con su ceguera y su silencio alimenta el racismo que niegan pero que, en el fondo, también a ellos los constituye. Me pregunto, con vergüenza, si al estar conviviendo con ellos, intentando de alguna forma reprimirme para no gritar demasiado, para no soltar demasiadas consignas, para argumentar racionalmente, para tratar de convencerlos, no estoy claudicando ante unas normas de convivencia que mantienen eficazmente intacta la construcción social que sostiene al racismo.
Me pregunto si mi cordialidad, si mi repliegue avergonzado, si mi jamás levantar demasiado la voz, si mi nunca decirle a nadie de frente que su negación empecinada demuestra su racismo, no es una parte del problema. Quizás la amabilidad, a diferencia de lo que siempre he creído, es, además de la prueba más evidente de mi privilegio, absolutamente contraproducente.
*Todas las imágenes corresponden a convocatorias de concentraciones que se llevarán a cabo en distintas ciudades, en los próximos días, para pedir justicia por la masacre de Melilla, ahora que se cumple un año de aquel suceso.