Su nombre se asocia a una boa, a un elefante y a un sombrero; a un ser que recorre el universo y es originario del asteroide B 612. A veces me pregunto si es real la empatía que expresamos hacia El Principito y su sentido común o, simplemente, una conducta aprendida. No acierto a comprender por qué nos suscita sentimientos tan entrañables si, en el día a día, un sujeto como él despertaría recelos y –sin darle muchas oportunidades- lo tacharíamos de loco, populista, demagogo o cualquiera de los vocablos que usamos para desprestigiar al otro; a ése que no sigue la linde y se sienta para observar una puesta de sol. El caso es que Antoine de Saint-Exupéry también escribió, entre otras obras, El Aviador (1926), Ciudadela (1948) o Carta a un Rehén (1944); y es a esta última –que nació como prólogo de una obra de Léon Werth- a la que quiero dedicar un poco de tiempo.
Sus páginas rezuman tristeza, al mismo tiempo que denotan una esperanza rotunda en el ser humano. Es imposible obviar la capacidad de introspección que poseía el autor, incluso partiendo de vivencias y hechos traumáticos. ¿Quién es el rehén en esta historia? Su amigo Léon, los compatriotas que huyen; todos y cada uno de nosotros podemos ser prisioneros, del sistema y de nosotros mismos. Saint-Exupéry parte de la guerra como fenómeno que desestabiliza y transfigura la cotidianidad en un escenario de cascotes, privilegios comprados y devastación, difícilmente reconocible por aquellos que han adoptado la estabilidad como una forma de vida y, de repente, la pierden.
Para Saint-Exupéry, la incertidumbre y la pérdida siempre resultan más desconcertantes que refugiarse en la ilusión de la invulnerabilidad.
Mientras tanto, el instinto y la negación bailan sin música, beben en copas que no contienen más que posos, con tal de no mirar el horizonte y percatarse del ocaso: «Pero Portugal ignoraba el apetito del monstruo. Se negaba a creer en los malos presagios»[1]SAINT-EXUPÉRY, Antoine. 2011. Carta a un rehén. Barcelona: Nortesur, p. 8, porque trazar días salpicados de incertidumbre y pérdida siempre resulta más desconcertante que refugiarse en la ilusión de la invulnerabilidad. Si no nos detuviéramos en la espera, quizás podríamos adelantarnos al duelo y evitar ciertos desastres, pues las señales de alarma y el olor a humo siempre se originan antes que la gran catástrofe.
Por otro lado, duele la laceración de la planta arrancada, cuyas raíces quedan en la tierra y uno –con suerte- recuperará tarde y mal, cuando ya no sepa ni quién es, ni si debe volver. En condición de exiliado, emigrante o refugiado, mendigando migajas de identidad, la población se enfrenta a la difícil tarea de aferrarse con empeño a algún significado, aunque sea apelando al estribillo de «Sabe, yo soy fulano de tal –decían-, soy de la ciudad de… amigo de… ¿lo conoce usted?».[2]Ibíd., p. 14 Desde que abandonan su país están emprendiendo la vuelta a casa, buscando un futuro donde ya sólo hallan pasado.
¿Qué han hecho e hicieron los que, desahuciados, renunciaron a su casa, a sus amigos y a las luces de su ciudad? Pensaron, hablaron, creyeron o apoyaron alguna idea o causa; a veces, ni siquiera eso. ¿Qué etiqueta insoportable los derrotó? Realmente, cualquier pretexto es bueno para ser «perseguido por comunista, o por trotskista, o por católico, o por judío».[3]Ibíd., p. 30 Tal y como expone el autor, aquel que sólo tolera a su semejante, simplemente se está respetando a sí mismo. Rechaza a todo aquel que no encaja en sus estructuras mentales, por llevarle la contraria, aportar otros argumentos o ser diferente en algún sentido; mutila la creatividad y traza una línea recta sin posibilidades. El orden por el orden despedaza al hombre, alecciona a un ejército de hormigas o borregos que no ve más allá del cogote de su compañero.
Bien es cierto que las civilizaciones se perpetúan por un proceso de endoculturación, donde las generaciones de más edad inculcan a las más jóvenes fórmulas y patrones tradicionales que, hasta ese momento, han funcionado; sin embargo, si esos modelos se reprodujeran tal cual, no sería posible la evolución humana. Deben existir el cambio, el cuestionamiento, el reciclaje continuo, la rebeldía y el inconformismo, para que el aire fresco depure errores, límites y la nueva savia regenere la especie. La verdad de mañana ha de nutrirse de lo pretérito y lo presente.
Saint-Exupéry sintetiza la generosidad y la belleza humana en un simple gesto: la sonrisa.
Hay quien afirma que algunos vienen al mundo con el mal entrelazado en las entrañas y que es inútil intentar extirparlo. Sin embargo, puede que nuestra moneda tenga dos caras y que seamos nosotros mismos quienes elijamos aquella que nos gusta más. ¿Podríamos todos –sin excepción- llegar a convertirnos en un monstruo sin sentimientos? Nosotros, que condenamos las guerras, las matanzas en las escuelas por fanáticos indeseables y las violaciones a mujeres y niños en Siria… ¿podríamos? Me atrevo a decir que sí, a riesgo de que me tachen de insensata y agorera.
Del mismo modo, me reafirmo en la idea de que el ser humano es una fuente de generosidad, de belleza y de ayuda para con los demás. Saint-Exupéry lo sintetiza en un simple gesto: la sonrisa. Parece leve y puede pasar inadvertida, pero es un lenguaje universal, capaz de destensar, aclarar y volver cómplices a dos seres que se encuentren en polos opuestos, porque «¡Qué poco ruido hacen los milagros verdaderos!, ¡Qué simples son los acontecimientos esenciales!».[4]Ibíd., p. 27
«Si el viajero que atraviesa su montaña en dirección a una estrella se deja absorber demasiado por los problemas de la escalada, puede llegar a olvidar cuál es la estrella que le guía».[5]Ibíd., p. 45 Si cada uno llevamos un camino, es lícito luchar por él y estar en desacuerdo con la senda que otros escogen, pero sólo el respeto y la tolerancia pueden fundar un sistema verdaderamente sostenible, donde quepamos todos y nadie tenga que renunciar a su estrella.
Título: El prólogo del aviador |
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