Catedrales e iglesias han sido siempre lugares de refugio y recogimiento, aun en tiempos de revueltas, cuando la rabia y el furor de los seres humanos arrasa con todo lo que le resulta incomprensible, diferente o amenazante. Pareciera que los muros, repletos de imágenes y retablos, pudieran contener con su santidad la procacidad de las masas cuando éstas se vuelven manadas que galopan sin destino, a menudo instigadas por líderes envueltos en banderas o hueros panfletos. Olvidamos que son cuatro paredes, que no resistirán más que otras los empellones ciegos y sordos de aquellos que, sin escrúpulos, pretenden derrocar el abuso y la injusticia mediante la fuerza bruta de la ignorancia. Así, Stefan Zweig en Los milagros de la vida recorre, con una mezcla de misticismo e instinto, cloacas y paraísos del comportamiento humano en una época negra: los inicios de la Guerra de los Ochenta Años en los Países Bajos. Amberes es su escenario; un viejo pintor y una joven judía, sus protagonistas.
Al contrario que sucede en “La mujer del cuadro” (Fritz Lang, 1944), el personaje principal no es ningún profesor que se enamore de la pintura de una femme fatale. Esa obsesión por la búsqueda que pueda compartir con el individuo cinematográfico se produce por la dedicación a su trabajo como artista. El encargo es muy ambicioso: un lienzo de la virgen María. ¿Cómo superar al que se eleva ante sus ojos en ese altar? Si “no se trataba tanto de la Madre de Dios como de una soñadora doncella en su plena juventud”[1]ZWEIG, Stefan. 2011. Los milagros de la vida. Madrid: Acantilado, p. 10. A raíz de ahí, comienza su desasosiego y su lucha interior. Él sólo sabe imitar con esfuerzo lo real, repetir lo que aparece ante sí, pero no crear a partir de la nada. Su obra será comparada con la anterior –de extraordinaria belleza- por fieles y artistas inevitablemente, si no encuentra a la modelo perfecta y capta el instante preciso. La contemplación de su predecesor se vuelve el más duro de los castigos y la frustración le quema como el fuego; se cuestiona como pintor y siente vergüenza y pánico ante el lienzo vacío. Ni la voraz corpulencia o el afán salvaje de unas, ni la delicadeza y elegancia de otras le procuran la inspiración que necesita, y tampoco ninguno de aquellos rostros poseen la dignidad divina de una virgen.
Sin embargo -llamémoslo casualidad o prodigio-, el bochorno espeso de la desesperación puede esclarecerse de repente y, en este caso, Esther lo rescata en pleno descenso. “La expresión perdida de su mirada soñadora, de la que irradiaba una tristeza antigua y profunda”[2]Ibíd., p. 34 despeja cualquier duda: es ella. El animalillo terco y asustado, mudo, postrado en una ventana, sale de su jaula para convertirse en una musa que, hambrienta de cariño, se rinde ante el respeto y la sencillez de su maestro. Esta relación entre ambos no es, en absoluto, pasional o amorosa, sino de intercambio humano. Él le brinda experiencia, diálogo y comprensión, mientras ella posa y se obnubila con sus obras de arte. A priori, no parece haber equilibrio en este vínculo de madurez y juventud, pero si ambos se sienten tan próximos es porque los une la soledad. Un mundo de belleza multicolor los envuelve. Él tiene a su madona delante y Esther, quien no conoce otra realidad que la suciedad de la taberna de su padre adoptivo, admira estampas de mujeres ataviadas con ropas delicadas, caballeros y reyes sonrientes y orgullosos, muchachos cuyos cuerpos atravesados por flechas parecen alados e inmortales.
Una parte crucial de esta novela de Zweig se centra en la religión y su trascendencia, en cómo nos separan las ideas sin darnos la oportunidad de acercarnos al prójimo.
El protagonista no se limita a llevar a cabo su encargo, sino que intenta a través de las sesiones diarias inculcar el cristianismo a su discípula. Ésta, cuyos recuerdos oscuros en las calles estrechas del gueto de su infancia permanecen tan vívidos aún en su memoria, no puede perdonar a quienes la separaron de su familia y la abocaron a unos días repletos de monotonía y tristeza. Odia, porque la ciudad –resplandeciente y alegre- estaba prohibida para ella y todos los judíos. “No los conozco, pero los odio”[3]Ibíd., p. 57 y esa muralla infranqueable no es fácil de traspasar con palabras, cuando los hechos rudos y violentos contradicen a las Sagradas Escrituras.
Por otra parte, la evolución que experimenta Esther es visible para el lector y también, para el mecenas, que contempla el anhelo femenino antes de ser mujer. Ésta, que en un principio no puede soportar el roce con la piel del bebé que encarna a Jesús recién nacido, se vuelve protectora y celosa hacia la criatura, como si ese niño que sostiene en sus brazos fuera la única luz que iluminara esa penumbra que ahoga su sueño, su deseo de vivir.
Desde los primeros esbozos se puede decir que cualquier obra empieza a latir, aunque sea débilmente y sin tener la certeza de llegar a convertirse en un ser o ente con identidad propia. Si el comienzo produce vértigo, la última pincelada puede ser terrible. ¿Es el parto tan ansiado o el último aliento del proyecto que concluye? A veces, cegados por el resultado, somos incapaces de disfrutar del proceso, de la verdadera esencia. ¿No es, acaso, este relato una metáfora en sí mismo?
En cualquier caso, Stefan Zweig sigue siendo actual, aunque fuera olvidado durante varias décadas. Escribió mucho, pero sufrió más viendo cómo su mundo se desintegraba. Su prosa es adictiva –díganmelo a mí- y ninguno de sus libros deja indiferente.
Título: Los milagros de la vida |
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