El piano es una historia de amor.
Dicho así, porque es así, puede atraer a tantas personas como alejar a tantas otras. Las novelas de amor se conciben en nuestro imaginario como relatos en los que la acción y las circunstancias son una excusa para enmarcar los sentimientos románticos entre dos personas. Suelen estar preñadas de problemas, idas y venidas, malentendidos, pasajes eróticos y decisiones serias, y pueden ser de mejor o peor calidad.
Y sí, El piano es una historia de amor que también tiene estos ingredientes… pero su punto central no radica en los sentimientos románticos entre dos personas, sino que éstos son consecuencia de algo mucho más profundo: los sentimientos y emociones que uno alberga hacia sí mismo.
El barco que lleva a Ada McGrath y su hija Flora desde Escocia hasta las inhóspitas tierras de Nueva Zelanda en algún momento de finales del siglo XIX es el instrumento que les va a permitir, especialmente a Ada, conocerse a sí mismas en un lugar alejado de las convenciones sociales de su país natal. Bueno, la palabra instrumento no es la más adecuada, mejor medio, porque el único instrumento verdaderamente relevante de esta novela ya se nos menciona en el título: el piano.
Y es que Ada, muda desde los seis años y madre de una hija de padre no reconocido, no puede vivir sin su piano porque éste constituye para ella la voz que le falta. Su conexión con él es tal que no concibe la vida si no es tocándolo. A través de las notas y los acordes, de las partituras alegres y las improvisaciones sombrías, Ada se comunica con el mundo. Un mundo gris para una mujer tan particular, que ha tenido que viajar a la otra punta del planeta para contraer matrimonio con un desconocido porque nadie de su entorno la habría considerado capaz de ser una esposa eficiente.
Tras un viaje larguísimo y lleno de penurias para dos damas acostumbradas a la comodidad, los marineros las dejan con su equipaje y su piano en una playa desierta, a la espera de que las vayan a buscar. La primera noche la pasan a la intemperie, y al día siguiente, cuando se encuentran con su nuevo marido y padrastro, Alisdair Stewart, la impresión no es buena. Primero, por la falta de tacto de haberlas ido a buscar por la mañana, sin haber pensado que quizá podían llegar por la noche. Segundo, por la altivez y excesiva formalidad de él. Tercero y primordial, por el fastidio que supone para este hombre el hecho de tener que cargar con un piano que no esperaba. Tal fastidio que, haciendo oídos sordos a las protestas de Ada (traducidas desde el lenguaje de señas al lenguaje verbal gracias a su eterna intérprete, la pequeña Flora), decide dejarlo en la playa.
Para Ada esto es un insulto, una forma de cortarle la única vía de comunicación que tiene con el mundo… y con ella misma. Por ello ya jamás podrá sentir nada por un hombre tan insensible a sus sentimientos. Alguien que no comprende lo que para ella es vital no puede ser un candidato para ganarse su amor.
En cuanto tienen oportunidad, Ada y Flora intentan convencer a alguien para que las lleve de vuelta a la playa para recuperar su piano. El elegido es George Baines, un amigo de su marido (cursiva, pues Stewart no entiende ni de amor ni de amistad), que al principio se muestra muy reticente (es un hombre sencillo, al que no le gusta meterse en líos) pero tiene que claudicar ante la insistencia de las dos mujeres.
Por eso las acompaña hasta la playa. Y allí vive el momento más increíble de su vida. Porque Ada se pone a tocar, mientras Flora baila a su alrededor… y la belleza de la música, de la pasión de ella, del momento, de la playa, de la atmósfera calan en el corazón de él como ninguna otra cosa lo había hecho en toda su existencia. George no sabe leer, es un hombre de costumbres simples, pero cae rendido ante un arte que él no sabía ni que podía existir. Jamás se había sentido tan embargado por la emoción, jamás había comprendido tan bien la naturaleza prodigiosa de alguien. Jamás había amado hasta este momento.
Aquí empieza la historia de amor de sentimientos románticos. Pero es atípica desde su inicio, porque George ama a Ada de la manera más salvaje y a la vez contenida que se pueda imaginar, y de este caos nace una idea que al principio sólo puede ser desastrosa: convencer a Stewart para que le venda el piano a cambio de tierras (ya que Stewart sólo piensa en tierras) y para que Ada sea su profesora particular.
Como es natural, Ada sólo puede sentir rechazo y aversión hacia un hombre que la priva de su posesión más preciada… Y más aún cuando las clases se convierten en algo mucho más turbio de lo que ella habría podido imaginar.
La narración de El piano es sencilla, sin florituras, probablemente porque Jane Campion, directora del film homónimo de 1993, ofreció su idea a Kate Pullinger, novelista, y ésta no quiso salirse de un guion que ya de por sí tenía una singular belleza. No importa. Una historia tan potente, que habla de sentimientos y emociones tan puros, no necesita demasiados adjetivos ni pasajes de suspense.
La esencia de esta historia es el amor, no sólo el amor entre dos personas sino el amor per se, como motor, como herramienta para conocerse a uno mismo. Un hombre analfabeto puede revelarse como más elevado que muchos otros por comprender un arte en el que quizá se pierde en su parte técnica pero que capta en su más pura esencia. O quizá no lo comprende del todo, pero queda atrapado en su magia, en su fuerza, en su pasión. La pasión nace de ese sentimiento, de esa necesidad de abarcar al otro porque posee algo tan maravilloso, tan etéreo, tan especial… que hay que intentar cogerlo. Suavemente, amorosamente… pero firmemente. Porque si no se escapa. Y no es que haya que apresarlo… es que hay que intentar seguir volando a su lado.
Título: El piano |
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