Puntualidad (Pünktlich), es el título de un poema de Günter Grass tan duro como preciso. Con una precisión de media hora, para ser más exactos, que es lo que tarda una madre joven, la del piso de abajo, en pegar a su hijo. Y esto hasta el punto de que el poeta prescinde del reloj y hace acopio de cigarrillos para seguir esperando[1]GRASS, Günther: «Puntualidad», en BOSO, Felipe, ed.: 21 poetas alemanes, vol. 2. Visor, Madrid, 1980, pág. 173.. ¿Esperar qué? Pues a que el tiempo, así puntuado, pase. Es verdad que el niño puede que espere otra cosa radicalmente distinta, por ejemplo, que el lapso entre una bofetada y otra se ensanche, que se demore o no pase. Por eso no puedo referirme al libro de Andrea Köhler sin que me interrumpa en mi reflexión otro de Byung-Chul Han, publicado antes, y que se ocupa del arte de la demora, frente a lo que llama «disincronía». Que es, precisamente, una regularidad, un puntual marcaje sin sentido ni dirección. Absurdo como el de esta madre a la que suponemos una eficacia alemana. Hace falta sosiego, un tiempo que huela, que dé cuenta y con el que nosotros podamos contarnos. Y eso no tiene nada que ver con la puntualidad sino con la ocasión, con un tiempo pleno y kairótico[2]BYUNG-CHUL HAN: El aroma del tiempo. Un ensayo filosófico sobre el arte de demorarse. Herder, Barcelona, 2015.. Es de tal tiempo divino, diferencial, del que habla entonces Qohelet y la sabiduría bíblica. Solo que el tal no se encarama en una distinción demasiado precisa entre la vida activa y la vida contemplativa. Algo que a estas alturas suena más a coaching o a planificación que a una vivencia innovadora y radical.
De eso que el pensador germano coreano, tan justamente celebrado, piensa de modo teórico, es de lo que se ocupa Andrea Köhler en su bellísimo ensayo, escrito con una sensibilidad literaria que capta, que huele de verdad, la experiencia de lo vivo. Pues como ella misma escribe: «El que sabe esperar saber lo que significa vivir en el condicional»[3]KÖHLER, Andrea: El tiempo regalado. Un ensayo sobre la espera. Libros del Asteroide, Barcelona, 2018, pág. 12.. Eso sí, la espera es tan ambigua como la existencia. No está exenta en absoluto de decepción, de abuso, de poder que se ejerce sobre nosotros, pues tantas veces el que espera se hace por ello súbdito del otro. Y es que nuestra existencia es un pulso entre la presencia y la ausencia. De hecho, ese juego, ese tic tac entre lo que aparece y se retira, no se compadece bien con la hiperactividad contemporánea. Pero es que, como demuestra con exactitud Rüdiger Safranski tampoco lo hace con el tiempo no menos plano del Langeweile, del aburrimiento que en alemán hace mención de modo literal a un rato largo. El aburrimiento es una vivencia lineal que sofoca la experiencia dimensional del tiempo[4]SAFRANSKI, Rüdiger: Tiempo. La dimensión temporal y el arte de vivir. Tusquets, Barcelona, 2017, pág. 27., como podemos experimentar en el insomnio y en la acedia melancólica. Esperar nada, esperar que al fin podamos dejar de esperar.
En cualquier caso, y como ocurre con la madre, también con el desdichado hijo del poema a partir de los que hemos iniciado esta nota, conviene que subrayemos las diferencias, los matices, tal vez de manera interminable, aunque Köhler lo haga in media res, a mitad de camino: «No es lo mismo esperar que tener esperanza. La esperanza está del lado del futuro; la espera está atrapada en el instante. Uno tiene esperanza, uno confía en que ocurra esto o aquello, quizá no de inmediato, pero muy pronto. Cuando uno espera, en cambio, uno permanece en un estado de continua presencia, espera que algo que sucede en aquel momento pase, aunque quizás no pase nunca»[5]KÖHLER, Andrea: ob. cit. pág. 75.. Aceptemos, aunque sea a título de inventario, que la madre no padece una suerte de maldad patológica. En tal caso la esperanza de ella es que su hijo no vuelva a despertar dentro de sí misma ese demonio que tiene a ambos atenazados. Pero el vecino, sencillamente espera: zas zas, ya ha pasado media hora. El niño espera también el próximo golpe, acaso porque es más fácil de lo que parece dejar deshabitada la esperanza de un niño.
Fabricamos la espera mediante el rito.
Es la repetición del ludópata que inserta sin fatiga monedas en la máquina tragaperras, pero también la de aquel bebé que recuerda Freud y que lanza compulsivamente un carrete, balbuceando «Fort», «Da», aquí, allí. Por supuesto que Freud vincula este juego con la ansiedad del niño que espera que la madre no esté sin que esto signifique que ella ha desaparecido. Pero este esperar ansioso de la ausencia, o para ser más exactos de la presencia como ausencia, se hace todavía más palpable en otros juegos infantiles más elaborados como el de «hacerse el muerto» o el simple escondite. Porque cuando nos hacemos los muertos tememos sobre todo que se olviden de nosotros, que no les importe nada en absoluto, a nuestros prójimos significativos, esa inmovilidad y ese mutismo nuestros. Que nadie nos busque mientras seguimos escondidos. De este modo el rito de la espera en el que consiste el juego del escondite es muy intenso, en cuanto que no se ahorra ambigüedad alguna, esperamos que el otro no nos encuentre, pero también esperamos que lo haga de una vez, porque de no ser así sospecharíamos, acaso con razón, que hemos dejado de resultar interesantes.
A pesar de que Köhler muestra la polisemia de la espera, sin renunciar a la expresión determinada de sus vectores negativos, subyace en todo el ensayo, y por eso se hace atractivo de un modo inmediato, una cierta nostalgia de esa edad primera de los cuentos, de las primeras citas amorosas, de la pubertad vivida como un sueño (Blancanieves, La Bella Durmiente). Del Once Upon A Time, del érase una vez, o un in illo tempore de nuestra infancia y primera adolescencia. De, cuando, como encabezan sus relatos los hermanos Grimm, «desear aún era útil». La espera es lo imaginario del amor, de hecho, esperar una llamada es el epítome del amor no correspondido. La espera del que ama alecciona tanto hacia la esperanza como hacia la desesperación. Pero mucho peor que el canto de las Sirenas es, así lo hace saber Franz Kafka, su silencio. En ese sentido el tiempo de la espera, que no es otra cosa que el tiempo de exponerse al tiempo mismo, de dejarse tocar o herir por él, ha de ser cultivado. Y esto no es sino la amistad o el gusto por la demora. Con lo cual advertimos de repente que Köhler resuena en Byung-Chul Han. Lo hacemos de repente, como si la madre se hubiese saltado la bofetada al llegar la media hora. Podemos seguir esperando, desear todavía es útil. Por ejemplo, desear que esta reseña termine ya, esperarlo, porque como creo haber leído alguna vez en Vladimir Maiakovski, la del tiempo es siempre una conversación demasiado larga.
Título: El tiempo regalado. Un ensayo sobre la espera |
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Referencias
↑1 | GRASS, Günther: «Puntualidad», en BOSO, Felipe, ed.: 21 poetas alemanes, vol. 2. Visor, Madrid, 1980, pág. 173. |
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↑2 | BYUNG-CHUL HAN: El aroma del tiempo. Un ensayo filosófico sobre el arte de demorarse. Herder, Barcelona, 2015. |
↑3 | KÖHLER, Andrea: El tiempo regalado. Un ensayo sobre la espera. Libros del Asteroide, Barcelona, 2018, pág. 12. |
↑4 | SAFRANSKI, Rüdiger: Tiempo. La dimensión temporal y el arte de vivir. Tusquets, Barcelona, 2017, pág. 27. |
↑5 | KÖHLER, Andrea: ob. cit. pág. 75. |