Escucho la conversación de unas madres sobre sus hijas. Están preocupadas, las niñas son adolescentes y están empezando a querer salir solas. «¿Qué querrán hacer por la ciudad?» Se preguntan. Hace unos meses, dicen, las cosas eran más sencillas. Podían quedar en el centro comercial, iban al cine y volvían. El grupo de madres se turnaba para patrullar observando desde una distancia prudencial, hacia dónde iban, dónde entraban o si hablaban con personas desconocidas. Mi cara ha debido trasmitirles alguna señal de alerta que neutralizan con un «ya lo entenderás cuando tengas hijas».
Me controlo, hay muchas cosas que me gustaría decirles, para empezar que no estarían teniendo esa conversación si se tratara de niños, pero sé que, para ellas, no cumplo con el canon que me autoriza a hablar sobre este tema. En este espacio, no ser madre hace que me tenga que callar. Porque es así, aquí o eres madre o te callas. Así que, me toca callarme. Tal vez en otro espacio no lo haría, pero aquí, donde no soy más que fuerza de trabajo he aprendido a contenerme, a entender que la batalla está perdida y a que si abro la boca me juego estar marcada. Y estratégicamente no me sale a cuenta, así que ahorro energías para otro momento. Hablar de feminismo en según qué espacio obliga a jugar con otra táctica. Asumir este tipo de contradicciones ha sido uno de esos aprendizajes de hacerse de mayor.
En mi caminar feminista, durante un tiempo, erróneamente siempre identifiqué la represión en figuras masculinas. Una visión muy esencialista de la que solo a base de errores estoy intentando desprenderme. Me ha costado comprender que una parte fundamental de los mandatos patriarcales que aprendemos viene ejercida, también, por mujeres. A veces creo este planteamiento se utiliza desde algunos sectores reaccionarios para reducirlo todo a un sencillo: «vosotras también sois machistas y hay hombres buenos». Reduciendo la cuestión a un juego de dualidades que poco o nada tiene que ver con la realidad. Mientras nos entretenemos con esencialismo, no hablamos de qué estrategias y cómo podemos desaprender ese patriarcado que ejercemos en nuestra cotidianidad.
Pero volvamos a las niñas, no sé qué me entristece más, que no les dejen salir a su aire o que lo que entiendan como espacio de seguridad sea un centro comercial. ¿Qué le pasa a nuestra ciudad para que la seguridad la represente un centro comercial?
«El centro de Murcia es peligroso…», continúan, «hay mucha gente y con todos los casos que hay de manadas nunca sabes qué le puede pasar a tu hija». Y más adelante, añaden: «hay mucha gente pidiendo». Tenían que haber empezado por ahí. ¿Qué parte de la ciudad está relacionada con el ocio seguro? ¿Por qué los espacios públicos no se mantienen como lugares de ocio? ¿Cuántos de todos estos miedos serán aprendidos?
Los problemas a mí me parecen otros…por ejemplo, Murcia es una ciudad perfecta para salir, prácticamente plana… Sin embargo, algunos de los grandes parques y plazas carecen de bancos (o tienen muy pocos) que sirvan como espacio de recreo, de descanso para las personas mayores…la plaza de la Merced, el parque de los perros, la plaza de la Aurora…un sinfín de plazas en el centro de la ciudad sin un solo banco, sin sombras o con muy pocas. Murcia centro es todo un ejemplo de urbanismo preventivo. Asfalto por asfalto, pocos espacios donde poder sentarse sin consumir y pocos espacios donde protegerse del sol. A veces me pregunto si esto lo han pensado así para que sea más fácil de limpiar el día del bando de la huerta. Un manguerazo y todo listo.
Pero volvamos a las madres, también me mosquean que digan que son feministas. Me gusta pensar en lo que bell hooks propone: no se es feminista, ser es un verbo incorrecto. No se trata de un estado que otorgue identidad, el feminismo según la estadounidense, se defiende, se hace. No es ontología, es una praxis. Con lo cual deberíamos sustituir el «soy feminista» por el «defiendo el feminismo». Así la cuestión la identidad queda fuera del planteamiento.
Si cambiáramos entonces la fórmula, no podrían estos grupos de señoras decir que son feministas porque compren calculadoras a sus hijas con ilustraciones de Ada Lovelace, Hipatia o Sophie Germain; o porque les lean cuentos que “empoderan” o les equipen con todos los complementos habidos y por haber con un Grrl Power bien grande. Qué chunga nos ha puesto la cosa el feminismo liberal, vender el feminismo como una forma de vida.
El feminismo de centro comercial padece de miopía, mira de cerca pero cuando mira más allá de sus urbanizaciones, de sus espacios normativos, lo ve todo borroso. Ahí se les coló, ¡sorpresa!, el clasismo, la transfobia, el racismo… Se ha materializado en una especie de mujerismo naif que va envuelto en tonos pastel y frases manidas. Los feminismos han venido a cambiarlo todo, sino molestan, sino interpelan a nuestras prácticas diarias no han venido a trasformar nada.
El patriarcado tiene una gran capacidad de adaptación, adquiere la forma que le permita continuar promoviendo su mandato de represión desde diferentes fórmulas. Las narrativas del miedo también están enraizadas en las nuevas formas en las que se ha adaptado. A mi generación le tocó el miedo a que nos pasara lo de las niñas de Alcásser. Ahora son las manadas.
Que no nos entretengan con el miedo. Necesitamos feminismos generosos que regalen alas y que también nos hagan sentir incómodas ante nuestros privilegios, hacernos cargo de ellos y posicionarnos, creciendo en comprensión y diversidad. Crecer a lo Jane Tabby, Úrsula K. Le Guin ya lo sabía, regalar alas es querernos felices y libres.
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