En los años 50, Michael Berg, un adolescente alemán, padece hepatitis. La enfermedad hace que deba pasar varios meses en cama. Cuando por fin puede levantarse y salir a dar paseos se siente bastante débil. Tanto, que un día vomita en plena calle. Una mujer lo ayuda a limpiarse. Cuando Michael se lo explica a su madre, ésta lo insta a volver a agradecérselo. Así es como, con un ramo de flores, se planta unos días después en su casa. Y así, cuando la ve, se da cuenta de que es una mujer fuerte, bella y segura y de que se siente irremediablemente atraído por ella.
Es el principio de la historia de amor entre Michael, de 15 años, y Hanna de 36. Una historia, como es normal con una diferencia de edad tan acentuada, desigual. Apasionada y dulce por un lado, obsesiva y enfermiza por otro. Comparten cama, risas y excursiones, pero también peleas y juegos de poder en los que ella tiene el papel dominante. Y también comparten un ritual particular que ella le pide sin cansarse: que él le lea libros en voz alta.
Un día, tras una temporada algo turbulenta en su relación, Hanna desaparece. No sólo deja de verse con el chiquillo, como ella lo llama, sino que abandona su trabajo como revisora de billetes de tren y su casa.
Michael, ya de por sí reservado (un adolescente medianamente consciente sabe que no puede ir por ahí aireando su relación con una mujer que podría ser su madre), se vuelve aún más desconfiado e indiferente a nivel emocional.
Varios años después, como estudiante universitario de Derecho, asiste a un seminario revisionista sobre los crímenes de guerra nazis. Como parte práctica principal, los estudiantes deben asistir a un juicio contra las guardianas de un campo femenino que una noche dejaron morir calcinadas a un grupo de presas por no abrir las puertas de una iglesia en llamas. Y así es como Michael se reencuentra con Hanna. Es una de las acusadas.
A lo largo del juicio, al que va todos los días, una revelación se le queda grabada en la mente: Hanna, miembro de las SS, guardiana en un campo femenino y electora de qué mujeres iban a ser llevadas a la muerte y cuáles no, escogía cada noche a una de ellas y se la llevaba a su habitación. Y no para mantener relaciones sexuales… para que le leyese en voz alta.
Bernhard Schlink construye un relato en dos etapas (la de la relación del adolescente con la mujer madura y la del joven que está madurando con la mujer criminal) que es una oda a la emoción ante los crímenes de guerra. Y lo es no porque los exalte, sino porque los cuestiona.
Michael tiene motivos para no juzgar severamente a Hanna, por el amor que le tuvo, y sus motivos se convierten en un hervidero de razón y sinrazón, de objetividad y subjetividad, de pasión por una mujer y pasión por la Verdad y por la Humanidad.
Quería comprender y al mismo tiempo condenar el crimen de Hanna. Pero su crimen era demasiado terrible. Cuando intentaba comprenderlo, tenía la sensación de no estar condenándolo como se merecía. Cuando lo condenaba como se merecía, no quedaba espacio para la comprensión. Pero al mismo tiempo quería comprender a Hanna; no comprenderla significaba volver a traicionarla. No conseguí resolver el dilema. Quería tener sitio en mi interior para ambas cosas: la comprensión y la condena. Pero las dos cosas al mismo tiempo no podían ser.
El chiquillo de Hanna navega entre sus recuerdos y sensaciones vividas y los datos de un juicio en el que, mira tú por donde, no es él el único que pone una parte subjetiva en medio del tablero. Porque Schlink habla, valientemente, sobre la ambigüedad y muchas veces la demagogia con que quienes no la hemos vivido nos enfrentamos a la crudeza de la guerra. Sólo quienes han estado en ella, en el bando que sea y en las condiciones que sea, pueden hablar con conocimiento de causa y exponer su verdad. ¿O no? Porque no existe una Verdad Universal. ¿O sí?
Al mismo tiempo me pregunto algo que ya por entonces empecé a preguntarme: ¿cómo debía interpretar mi generación, la de los nacidos más tarde, la información que recibíamos del exterminio de los judíos? No podemos aspirar a comprender lo que en sí es incomprensible, ni tenemos derecho a comparar lo que es en sí incomparable, ni a hacer preguntas, porque el que pregunta, aunque no ponga en duda el horror, sí lo hace objeto de comunicación, en lugar de asumirlo como algo ante lo que sólo se puede enmudecer, presa del espanto, la vergüenza y la culpabilidad. ¿Es ése nuestro destino: enmudecer presa del espanto, la vergüenza y la culpabilidad? ¿Con qué fin? No es que hubiera perdido el entusiasmo por revisar y esclarecer con el que había tomado parte en el seminario y en el juicio; sólo me pregunto si las cosas debían ser así: unos pocos condenados y castigados, y nosotros, la generación siguiente, enmudecida por el espanto, la vergüenza y la culpabilidad.
Las dudas de Michael deberían ser las dudas de todas las personas que se acercan a la Historia de la Guerra (que es la Historia Mundial en general, no sólo la de las Guerras Mundiales del siglo XX). En un momento dado, Hanna, ante una pregunta del juez sobre su obediencia a las órdenes de sus superiores, le responde con otra pregunta: «A ver, ¿qué habría hecho usted en mi lugar?» Y ésa es una pregunta ineludible y sagrada a la hora de exculpar o condenar. También a la hora de revisar nuestro código ético y nuestros miedos insuperables ante las figuras de Autoridad.
La versión cinematográfica, filmada en 2008, tuvo a la enorme Kate Winslet como protagonista, quien aportó su belleza serena, su fuerza y sus matices a un personaje que por momentos nos parece una diosa, una madre y un monstruo.
Bernhard Schlink nos habla de una mujer. Y de un chiquillo que se convierte en hombre al enfrentarse a sus propios demonios interiores. ¿Puede amarse a un criminal, aunque no se sepa que lo es? ¿Puede amarse a un criminal… cuando ya se sabe que lo es?
Título: El lector |
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