Antes de nada, tal vez sea importante expresar una opinión sobre la tendencia –especialmente en Hollywood- al remake, esto es, a realizar una versión nueva de obras cinematográficas producidas con anterioridad. El esquema es bien sabido: una película se toma como base para otra, en principio con la intención de aportar algo distinto a la original. Como es algo sabido también que se han llevado a cabo remakes desde que existe el Cine y que no hay adaptación más difícil de justificar que esa. Algunos remakes se llevan a cabo para aprovechar los avances en efectos especiales o nuevas perspectivas y actitudes sociales (esto es cada vez más común y, desde luego, discutible, en mi opinión), otros se hacen simplemente para capitalizar historias de éxito y el resto, bastante mayoritario, ni siquiera tiene razón de ser. Es innegable, entonces, que los remakes forman parte de un proceso de autoinvención y adaptación que, en principio, mantiene el cine comprometido con su propia historia, pues se trata, sin otra cosa, de una forma de arte relacionada consigo misma, así como con otras disciplinas.
Aclarado esto, debe decirse que, en general, quien suscribe estas palabras no es precisamente un defensor del remake, menos aún cuando se trata de grandes clásicos. Quizá porque no estoy muy seguro de que haya necesidad alguna de ello. Sería mucho más interesante, por el contrario, rescatar los clásicos y darlos a conocer a las nuevas generaciones, en lugar de repetir las tramas en producciones que suelen perder calidad con esa traslación. En su gran mayoría, suele ocurrir que los remakes devienen en realizaciones directamente insalvables, como esas innecesarias revisiones de clásicos que no admitían cambios, por su propia actualidad, como El enigma de otro mundo (Howard Hawks, 1951) o El pueblo de los malditos (Wolf Rilla, 1960) –ambas llevadas a cabo por un cineasta tan irregular como John Carpenter y con dudosa aptitud, que hacen echar de menos, sin duda, las piezas originales-, y en este sentido, por ejemplo, podríamos incluir también la revisión de El mensajero del miedo (John Frankenheimer, 1962), llevada a cabo por Jonathan Demme, y transformada en un vehículo comercial cuyo interés se desinfla a los veinte minutos de proyección.
Empero, cierto es que, como en casi todo, existen excepciones. Versiones, en fin, cuya existencia ha de celebrarse, como es el caso del remake de La mosca (Kurt Neumann, 1958), a manos de David Cronenberg, en la que el canadiense tamiza la ciencia ficción de la primera por sus célebres teorías de la Nueva Carne, y deviene en una extraordinaria parábola en la que el simbolismo de la mosca, ligado a la enfermedad, la decadencia y la muerte, es metáfora simple y directa (incluido el entonces naciente SIDA, pues no olvidemos que estamos en 1986) y, a pesar de los elementos de terror corporal y las imágenes perturbadoras, el aspecto más memorable es todo lo humano que resulta de la exploración de la ambición, la locura de los celos, la fealdad de la enfermedad y la naturaleza duradera del amor, o el ejemplo de la segunda versión de Cape Fear, donde la expresionista oscuridad de la extraordinaria película original de 1962 se convierte, gracias a la angustiosa visión católica del mundo de Scorsese, en una obra distinta, nerviosísima y brutal, con el psicópata Cady devenido, esta vez, Ángel Vengador. Scorsese desarrolla y amplía, además, los personajes de la mujer e hija del abogado Bowden, así como la ética bien discutible de aquel, que suprime pruebas a su antojo y es infiel a su esposa. Si algo justifica, por tanto, este remake es, entre otras cosas, que establece una variación de la dinámica familiar, en la que la frustración que el marido y padre ha traído al hogar propicia que ambas mujeres se sientan, al menos en un principio, atraídas por el terrible peligro que representa Cady.
Todo este preámbulo tiene como objeto introducir y, hasta cierto punto, justificar la película de la que quiero hablar aquí: Alta sociedad (Charles Walters, 1956). Película que, aunque el tiempo haya situado como una de esas excepciones indiscutibles de las que hablaba antes, suponía, en origen, un proyecto de verdadero riesgo, pues Walters, director y coreógrafo, no pretendía sólo versionar un clásico, sino uno de los mayores clásicos de todos los tiempos, esa obra maestra absoluta que es Historias de Filadelfia (George Cukor, 1940), y convertirla en una comedia musical. No puede negarse que esto, en sí mismo, constituye por sí solo un verdadero desafío. La historia que cuenta este remake es, en esencia, muy similar a la del filme original: en el entorno de la familia Lord, que pertenece a la alta sociedad, la hija mayor, Tracy (Grace Kelly), va a contraer matrimonio con George Kittredge (John Lund), que siente verdadera –y huera- adoración por ella. Familiares y amigos cercanos se reunirán ese fin de semana para celebrar el segundo matrimonio de Tracy, pero, casualmente, ese mismo fin de semana, en la ciudad y en la finca palaciega de los Lord, aparece el primer marido de Tracy, C. K. Dexter-Haven (Bing Crosby), así como un periodista (Frank Sinatra) y una fotógrafa (Celeste Holm), contratados por un periódico sensacionalista, lo que propiciará que los diferentes enredos se sucedan.
Ya he mencionado al principio que Historias de Filadelfia fue, y es, una película muy aclamada, nominada a seis premios de la Academia. Y, aunque todos ellos eran bien merecidos, qué importan, a la larga, si una película es disfrutable. No entraremos en ese debate, sino en uno que juzgo de mayor relevancia: ¿por qué, y cómo, ante un clásico tan memorable, funciona tan bien, y también, su remake? Varios motivos son los que pueden, a mi juicio, exponerse: para empezar, el libreto de John Patrick sigue fielmente la extraordinaria y divertidísima historia original. Otra razón podría ser, sin duda, la elección de Grace Kelly como protagonista femenina, en sustitución de Katharine Hepburn. Es verdad que habrá quien aduzca que Grace Kelly –por cierto, en su último papel antes de convertirse en princesa de Mónaco[1]Kelly protagonizó la película estando ya prometida al príncipe Raniero.- no es Hepburn. Y tendrá razón, por supuesto, pero no por los motivos que cree. Grace Kelly no sólo tiene la gelidez de la Tracy Lord original, sino que el retrato de Hepburn, que oscila entre lo cómico y lo dramático, lo ingenioso y lo independiente, es sustituido, convenientemente, por la glamurosa pulcritud de Kelly, que combina la pasión cómica y la exuberancia intencionada con gran brío.
Esta es, desde luego, una apuesta segura, pues canaliza, y con acierto, una iteración mucho más etérea que la original, con purísima franqueza y encanto, sirviéndose de su acento transatlántico y porte patricio con gran efecto. Por su parte, la Tracy de Hepburn –actriz extraordinaria, no digamos tampoco lo contrario- siempre resultó algo snob, despreciando los defectos de los demás, mientras que la de Grace Kelly –tal como se nos ejemplifica a través de un flashback fundamental, cuando recuerda el barquito de Dexter, el True Love– muestra una nostalgia y una bondad que no se ha perdido del todo. ¡Y qué bien le sienta a Grace Kelly el Technicolor! Ya sea en pantalones o en vestido de baile, la luminosa Kelly arrasa con cada modelo del magnífico vestuario diseñado por Helen Rose, incluido un traje de baño de apabullante sensualidad. Fue Kelly una actriz, diría yo, que podía hacernos saber sin palabras lo que pensaba, a la manera, en fin, de otra célebre actriz de Hitchcock como Ingrid Bergman.
Del mismo modo, podrá señalarse que Bing Crosby y Frank Sinatra no son Cary Grant y James Stewart. Puede que Crosby no tenga el ritmo cómico ni el don para la farsa de Grant, y Sinatra, claro, tampoco sea Stewart (que logró, por cierto, una de sus mejores interpretaciones en el filme original). Empero, y dado que en lugar de estropear el remake por no estar a la altura de los agudos, rapidísimos diálogos del libreto, así como su exigencia interpretativa, la interpretación resulta de lo más acertada, la elección de Crosby y Sinatra –además de ser dos de los mejores cantantes de la historia, idóneos para cualquier musical que se precie- sigue resultando un ejemplo de verdadero tino. Por un lado, Crosby realiza una labor encomiable y habilidosa, mostrando el comportamiento tranquilo y sereno de C. K. Dexter-Haven, así como la frialdad con la que intenta ejecutar su plan. Los perspicaces diálogos y el comportamiento comprensivo de Dexter-Haven se sustentan gracias a la naturalidad interpretativa de Crosby, cuya sintonía con Grace Kelly, por cierto, había quedado demostrada dos años antes en la excelente La angustia de vivir (George Seaton, 1954) donde daba vida al marido exalcohólico de la bella futura princesa. Cuando Crosby no canta, se pasea con elegantes rebecas y corbata negra, acaricia su pipa y ofrece su popular encanto, paternal y amistoso, y otorga a su rol un importante barniz de frescura.
Por su parte, el joven Sinatra, en su imponente y equilibradísima química con la fotógrafa Imbrie (el personaje que interpreta la gran Celeste Holm), proporciona, junto a su compañera, la mayor parte de la comedia de esta película y uno diría que sin gran esfuerzo. Las espontáneas reacciones faciales de Sinatra, adecuadas a cada situación, son una de las señas de identidad de la película y aún provocan francas sonrisas. Sinatra interpreta con pericia su papel, compartido con Holm, y resulta lo suficientemente inteligente como para que obtenga su propio espacio en la trama, en el que su compañera aportará un nivel de dignidad y autoconciencia del que carecen, por cierto, otros personajes. No quisiera aquí olvidarme, además, de la jovencísima Lydia Reed, segura y chispeante junto a Kelly, en el papel de su hermana Caroline; John Lund como Kittredge, barón del ganado, culturalmente estéril y mucho más interesado y estirado que el de la película original; el shakesperiano Louis Calhern y el versátil Sidney Blackmer –capaz de la mayor comicidad o del horror, como vecino de Mia Farrow en la célebre película de Polanski-, como tío y padre de familia, respectivamente, y, por supuesto, merece especial evocación Louis Armstrong –uno de los puntales que marcan la diferencia en esta película, del que hablaremos ahora-, interpretándose a sí mismo, como artista invitado al festival de jazz al que se le agracia, por cierto, con un tiempo en pantalla nada desdeñable, pues interpretará nada menos que tres canciones –una de ellas con Crosby- y se le conceden tanto la primera como la última palabra, a modo de coro griego.
Decía que el jazz cobra una importancia capital aquí y es que, no por nada, estamos hablando de un musical que no sólo es una estupenda muestra del género, sino también una película sobre la música, especialmente sobre el propio jazz. Cuando el jefe de los estudios MGM, Dore Schary, decidió hacer un remake musical de Historias de Filadelfia a partir de la idea del productor Siegel, recurrieron a uno de los mejores compositores de todos los tiempos para escribir la música, Cole Porter, que estaba entonces en la cresta de la ola tras una larga serie de éxitos. Éste sería, sin duda, uno de los mayores. En el Cine, Porter ha sido siempre una apuesta bastante segura para el éxito, incluso a título póstumo, y no podemos olvidar la importancia que algunas de sus canciones tienen, por ejemplo, en La Huella (Joseph L. Mankiewicz, 1972) –curiosamente productor de la primera versión de esta película que comentamos hoy- o en Muerte bajo el sol (Guy Hamilton, 1982), una de las mejores adaptaciones hechas a una novela de la gran Agatha Christie. De justicia es recordarlo. Pero volviendo a Alta sociedad y retomando la labor de Porter, impresionan, por su eficacia e importancia en la trama, números como el de True Love, escena retrospectiva de la luna de miel de Dexter y Tracy a bordo del yate homónimo, y que nos permiten cotejar algo de la relación amorosa entre Tracy y Dexter, que en el primer filme quedaba fuera de guion.
Otro ejemplo es Now You Has Jazz, que nos permite actualizar la ambientación de la película original, de Filadelfia a Rhode Island, gracias al emergente Festival de Jazz de Newport (que había comenzado en 1954 y aún sigue celebrándose) o el hoy imposible de filmar (en plena era, como estamos, de la más tétrica corrección política) Little One, donde queda patente que la niña Caroline está enamorada de Crosby, que bromea cantándole que esperará a que crezca para volver a casarse. Lo que, desde luego, podría caer en cierta actitud incestuosa, queda enmascarado por la dulzura de la canción de Porter. Por último, otra de las mejores canciones de la película es, como era de esperar, un dúo crooner entre Crosby y Sinatra. Canción que, irónicamente, por cierto, fue la única que Porter no escribió para esta película, sino para un musical de 1939 interpretado por Walters, director de Alta Sociedad y entonces actor (sic). El caso es que Well, Did You Evah! supone un broche de oro a la primera ocasión en la que ambos cantantes aparecieron juntos en pantalla. Crosby y Sinatra proporcionan una suprema sensación de euforia y asombro, animados, además, por la mezcla entre los perennes estándares de Porter y el skiffle jazzístico de Armstrong. El número es substancial en la trama, pues ambos, ebrios en la biblioteca de la casa, dejan claro que están enamorados de la bella y glamurosa Tracy. Su letra ingeniosa y alegre melodía está a la altura de las mejores canciones de Porter, que han alcanzado vida propia más allá de los confines del Cine. Porter, el mejor letrista de su generación, fue capaz de escribir letras que reflejaran el sentido mágico de la película, dejando caer referencias clásicas, como Circe en Little One, pero también aludiendo a preocupaciones más contemporáneas como el uranio, en Who Wants to Be A Millionaire?
Por si no fueran pocas ya las diferencias evidentes entre ambas versiones, el propio guion de la película merece que le prestemos especial atención, escrito por el dramaturgo John Patrick, cuya experiencia en adaptaciones de Shakespeare denota una fuerte influencia del bardo, esparcida por todo el libreto. Claro que Patrick no se aleja de la trama de la adaptación cinematográfica original ni de la obra de teatro que la precedió –del autor estadounidense Philip Barry, que se inspiró en hechos reales[2]La obra de teatro original –cuyo estreno en 1939 protagonizaron Katherine Hepburn, Joseph Cotten y Van Heflin- se inspiró en la vida real de Helen Hope Montgomery Scott, una mujer de la alta sociedad de Filadelfia conocida por sus fiestas, travesuras y sus coqueteos de alto voltaje, y cuyo marido fue compañero de universidad del dramaturgo Barry.-, como nos recuerdan la primera escena en el salón de los Lord y la última, en la boda final (es de suponer que para que el espectador se ubique en que, además de un musical, hay una fuente original clara), pero al añadir el Coro –que Shakespeare utilizó, con sapiencia, en Enrique V, Enrique VIII, Troilo y Crésida o Romeo y Julieta, por ejemplo-, a los espectadores se nos guía hasta un entorno elevado, y de otro mundo, como si se tratase del bosque mágico de una de las comedias arbóreas de Shakespeare, poblado por reyes y reinas de cuento, como los de El sueño de una noche de verano. El coro, visitante de este mundo de riqueza, parece desear que nos divirtamos con la superficialidad del comportamiento de la familia Lord y que los miremos con un distanciamiento burlón, aunque cálido. Puede pensarse que esta historia trata de mantener el statu quo de la sociedad, de mantener a los ricos a salvo y separados en sus mansiones doradas y al resto de nosotros en cualquier otro lugar.
Naturalmente, aquí no se asaltan barricadas, ni se derriba la división social, sino que se levanta el puente levadizo. Y algunos lo agradecemos. Se trata de una pieza de Cine de alta gama, lujosamente aderezada con grandes melodías, sin lacios conflictos ni conciencia social. Siguiendo el patrón cómico de Shakespeare, hay dos parejas centrales, y las cuatro deben conocerse a sí mismas para encontrar, al fin, la felicidad con la persona correcta, esto es, aquella con la que no sólo comparten una posición social, sino también la que refuerza las divisiones sociales definidas. Ricos y pobres tienen ambos su lugar, y son más felices cuando se mantiene la jerarquía social. El apellido que encabeza esta sociedad es Lord, en consonancia deliberada con el hábito de Shakespeare del determinismo nominativo. La película, que transcurre en un mundo dorado de enormes salones, piscinas privadas y mayordomos, puede parecer tan distinta de la realidad y tan gloriosamente ilusoria como un cuento de hadas, sensación que se ve subrayada por la mágica aparición de un bar privado secreto oculto tras una pared forrada de libros. En este reino mágico se cuelan dos periodistas que observan con ironía y cinismo la fabulosa riqueza que los residentes parecen manejar. Y aunque se sienten atraídos por ella, se dan cuenta de que nunca podrán formar parte de ella.
La breve aventura del periodista Connor con Tracy –mucho más explícita que la de la película original, por cierto, cuando le canta, tratando de seducirla, Mind if I Make Love To You?– es comparable al encuentro entre Ninck Bottom y Titania, la reina de las hadas, en la obra de Shakespeare. Se trata de una fantasía que nos pide que nos comprometamos y congeniemos con una familia adinerada de clase alta mientras se negocian los enredos románticos concurrentes. Y la suavización de la postura cínica de un par de intrusos periodistas nos anima a encontrar simpática a esta familia rica, en lugar de mantener o endurecer nuestra postura crítica (no quiero ni imaginar qué remake emanaría, en nuestros tiempos, de semejante obra). El cabeza de familia de los Lord ha sumido el reino en el caos debido a su última aventura extramatrimonial, y con ello se ha distanciado de su hija, Tracy. La paz y el orden sólo llegarán al reino cuando padre e hija, como si fuese una suerte de rey Leara la inversa, se reconcilien, lo que sólo ocurrirá cuando ella elija a la pareja romántica correcta y llegue a comprender la visión del mundo de su padre, haciéndola apta para sucederle, a su debido tiempo.
Pero también se trata aquí de una historia de madurez, y la reconciliación entre el patriarca Lord, al que da vida un magnífico Sidney Blackmer, y su hija, es la que señala el final de la película. El telón baja con una velocidad tan impresionante que algunos cineastas actuales podrían aprender mucho de ella. Al igual que Ayesha, la reina de la novela de Rider Haggard, el poder de Tracy sólo parece existir mientras permanece en su propio mundo, y la sugerencia es que si el personaje de Kittredge tiene éxito en su cortejo de Tracy y se la lleva consigo, entonces ella devendrá un ser ordinario, mortal. El magnate ganadero, que quiere poner a Tracy en un pedestal y adorarla, sólo valora el comercio y nunca el arte. Crosby, sin embargo, encarna a un compositor cuya casa está llena de músicos. Y la vida de Tracy Lord está llena, también, de arte. Ella y su hermana bailan, cantan y tocan el piano, y carecen de interés alguno por lo ordinario o cotidiano. Uno termina por pensar, en los créditos finales, que, por su propia exaltación colorista, Alta Sociedad celebra a los ricos cuando resulta que, a la vez, se burla con cierta incontinencia de ellos.
De hecho, y si de similitudes literarias se trata, no sólo el fantasma de Shakespeare planea sobre la película y su visión de la clase alta, sino que me pregunto si, desde la sensación de otro mundo, las imágenes de casas en ruinas y el telón de fondo del fin de siècle, la similitud con los personajes y ambientes de la era del jazz de un Scott Fitzgerald sería mera coincidencia o patente similitud: el personaje de Crosby no sólo organiza una extravagante fiesta en su casa, sino todo un festival, claramente diseñado para atraer la atención de su bella vecina, que pronto se casará con otra persona, y se describe a sí mismo como heredero de la riqueza de su padre contrabandista, el mismo medio por el que Gatsby adquirió su fortuna. Tracy celebra su despedida de soltera en una de las muchas mansiones decadentes y vacías que bordean la costa[3]Por cierto que el rodaje de la película incluye la mansión Clarendon Court de Newport, utilizada para el exterior de la mansión de Dexter, y que, años más tarde, habitaría el matrimonio von Bülow. En dicha mansión, cayó la esposa en el célebre coma del que nunca se recuperó, lo que dio lugar a acusaciones de asesinato por sobredosis de insulina por parte de su marido., una situación descrita en la extraordinaria novela de Scott Fitzgerald, y es posible imaginar, mucho después de que terminen los créditos, que los personajes y el reino de otro mundo que evoca la película siguen existiendo en su propia burbuja mágica de realidad, muy separada de nuestra realidad mundana.
Por su parte, la calidad técnica de la película es, en verdad, irreprochable. Tanto como la labor de su director, coreógrafo reconvertido, que demuestra la necesaria ausencia de ego de un profesional. Desde luego, no hay aquí nada del atrevimiento tecnológico con el sistema 3D de Bésame, Kate (George Sidney, 1953), ni del baile y el diseño experimentales de Gene Kelly en Un americano en París (Vincente Minnelli, 1951). Esto es sólo jazz, amor verdadero, y así nos atrae y convence. La fotografía de Paul Vogel –que ya demostró un trabajo extraordinario con El tiempo en sus manos (George Pal, 1960), inolvidable adaptación de H. G. Wells- es equilibrada y compuesta, como sus tomas, gracias a las que el público sabe, en todo momento, quién es la persona más importante de la sala. Los personajes suelen permanecer estáticos dentro del encuadre, lo que hace que resulten aún más sorprendentes momentos como el de las hermanas Lord revolotean, alocada y frívolamente, por una habitación. Alta Sociedad se rodó en VistaVision, un formato de pantalla panorámica que le sirve a Walters para ofrecernos las mejores imágenes de los fastuosos decorados utilizados en la película.
Como curiosidad, por cierto, cabría añadir que este formato se utilizó por primera vez en Navidades Blancas (Michael Curtiz, 1954), también protagonizada por Crosby. El trabajo de cámara es más que eficiente, con ocasionales y atrevidas panorámicas de izquierda a derecha, y aunque la cámara devenga más ágil en los números musicales, su movimiento refleja, en general, el relajado estilo interpretativo de Crosby. El montaje de Ralph E. Winters permite que las actuaciones serenen y mantengan al público en cada momento, lo que contrasta con el estilo más ardoroso y hasta desordenado de los musicales actuales. Estrenada en los cines dos años después de Siete novias para siete hermanos, la película de Walters destaca por lo contrario, precisamente, de aquella: debido a la limitada habilidad para el baile de Crosby, no existe un número tan escandalosamente chauvinista como la construcción del granero en Siete novias… o cualquier musculosa puesta en escena de un número de Gene Kelly, por ejemplo.
Historias de Filadelfia y Alta sociedad son, ya lo ven, dos versiones muy diferentes de la misma historia, y ambas reflejan las épocas en las que se hicieron, resultando tanto una estupenda manera de entender cómo cambian los tiempos, y de ver, además, cómo el género en que se inscribe afecta a una historia. No le pediría a nadie, naturalmente, que olvidase Historias de Filadelfia, pues es, en sí misma, inolvidable, pero sí que tratase de vislumbrar todas las promesas de justas románticas y animadas melodías que la ingeniosa Alta Sociedad mantiene a la perfección, añadiendo incluso un toque de subversión bastante inesperado para la época. Historias de Filadelfia es una auténtica joya de la screwball comedy, muy en boga en la década en que fue estrenada. Pero, por otro lado, la reinterpretación jazzística y elegante de esta joya de 1956, último gran hurra del musical de la Metro, encarna un arte de la joie de vivre que nunca puede estar obsoleto. Es difícil resistirse a su encanto y no contemplar con atención, a ellas rendidos, la quintaesencia de la nostalgia y la picardía del Hollywood dorado. Dedico, en fin, estas palabras a mi padre, Julio García Caparrós, compañero incansable de andanzas cinéfilas, y cuyas ideas sobre esta película, después de que aceptase mi recomendación, me fueron imprescindibles.
Ficha técnica |
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Referencias
↑1 | Kelly protagonizó la película estando ya prometida al príncipe Raniero. |
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↑2 | La obra de teatro original –cuyo estreno en 1939 protagonizaron Katherine Hepburn, Joseph Cotten y Van Heflin- se inspiró en la vida real de Helen Hope Montgomery Scott, una mujer de la alta sociedad de Filadelfia conocida por sus fiestas, travesuras y sus coqueteos de alto voltaje, y cuyo marido fue compañero de universidad del dramaturgo Barry. |
↑3 | Por cierto que el rodaje de la película incluye la mansión Clarendon Court de Newport, utilizada para el exterior de la mansión de Dexter, y que, años más tarde, habitaría el matrimonio von Bülow. En dicha mansión, cayó la esposa en el célebre coma del que nunca se recuperó, lo que dio lugar a acusaciones de asesinato por sobredosis de insulina por parte de su marido. |