Comentario a AGAMBEN, Giorgio: El Reino y el Jardín. Sexto Piso, Madrid, 2020.
No hay mito del origen que no lo sea también de la pérdida, ningún paradise que no reste además lost. Nosotros mismos estamos, en este sentido, desoriginados, arrancados. De esa violencia provienen las figuraciones del pecado y de la culpa. Fuimos, ya no. Habitamos y ahora vivimos en el exilio. Era casi inevitable que Giorgio Agamben, un pensador que desde hace más de dos décadas se ha vuelto imprescindible, muñidor de una teología política, o más bien de su deconstrucción, hollase ese jardín perdido y por la melancolía arrumbado, precisamente buscando en él la sombra del Reino, su recinto a la vez anhelado y prohibido. Lo va a hacer de la mano de Agustín, de El Bosco, de Escoto Erígena y de Dante, entre otros. Pero el punto de partida más preciso es un oscuro comentario de Wilhelm Fraenger de 1947, que asocia el cuadro de Jheronimus Bosch, en el Museo del Prado madrileño, con un encargo de la secta herética de Los Hermanos del Libre Espíritu. Y así Agamben, maestro de este arte del pensamiento oblicuo, que me atrevo a describir como neo bizantino, descubre aquí el anudamiento borromeo entre el Jardín, el Paraíso, y la noción teológico- política del Reino: «Como la hipótesis de Franger sugiere, no sólo no es posible separar el Jardín del Reino, sino que se han entrelazado tan frecuente e íntimamente, que es probable que una investigación sobre sus entrecruzamientos y sobre sus divergencias terminara por rediseñar, de forma significativa, la cartografía del poder occidental.»[1]AGAMBEN, Giorgio: El Reino y el Jardín. Sexto Piso, Madrid, 2020, p. 13.
Antes de continuar, me gustaría enfatizar lo que hay de nuevo, y también de interna coherencia, en el gesto de Agamben. La tristeza, que es una profesión filosófica, bien determinada desde los Problemata del Pseudo Aristóteles, y que el propio pensador ha delineado a partir del fantasma del eros de la representación,[2]AGAMBEN, Giorgio: Estancias. La palabra y el fantasma en la cultura occidental. Pre-Textos, Valencia, 1995. no es la astucia que nos permitiría regresar a lo perdido en la pérdida, sino la espada del ángel que nos veta la entrada. En definitiva, y como apuntaría Clément Rosset, quien supo muy de cerca, de qué fuerza era capaz ese dragón de la tristitia, al mismo tiempo fulmínea y heladora, el paraíso es lo que no hubo lugar, y que el otro lado del paraíso es el paraíso mismo.[3]ROSSET, Clément: El lugar del paraíso. Anagrama, Barcelona, 2020, p. 29. Porque la alegría común, esa que nace del oxímoron de lo maravilloso cotidiano es sustancia sin accidentes, ni siquiera el de un dónde. El jardín es, en realidad, la casa natural de Dios, y el claustro monacal es la repetición de dicha morada.[4]SATZ, Mario: Pequeños paraísos. El espíritu de los jardines. Acantilado, Barcelona, 2017, p. 14. Así que la expansión del monacato en Europa fue un poco como la versión positiva de la utopía negativa de Ernesto Che Guevara de hacer uno y mil Viet Nams. Porque la quietud y la serena alegría pueden ser tan amenazadoras para el orden profano como la hybris de la guerrilla, pero me atrevo a pensar que mucho menos estériles.
De ese no tener lugar del Jardín es de lo que intentará Agamben reescribir su genealogía, que lo será también de la dimensión teológico- política. La primera parte del libro, al menos por lo que se refiere a mis propios intereses, analiza minuciosamente de qué manera relee San Agustín a San Pablo a propósito del pecado de Adán, del mismo modo que explica su antagonismo con Pelagio, quien atribuye una capacidad de no pecar, de alguna manera inscrita en la naturaleza humana. El problema es que si esto es así resulta inútil la crucifixión y la catolicidad toda, nos recuerda Agamben, del mismo modo que la expulsión del Jardín es el fundamento de una economía de la salvación (p. 22). Esa economía, mantiene su cuño teológico, incluso cuando Schmitt u Ortega presentan a las masas como nuevo sujeto histórico, que sustituye al del pueblo, de tal manera que heredan la valoración negativa de la massa damnata agustiana, ya que unas y otra, por definición, no pueden liberarse por sí mismas (pp. 44-45).
El segundo aspecto, que me parece todavía más profundo, tiene que ver con los cuerpos paradisiacos, con sus mutaciones, sus veladuras y despojamientos. Mario Satz cita el Zohar de la mística hebrea, por el que el cuerpo humano se presenta ya como un traje o velo, incluso como un disfraz, aunque no por eso exento de un significado microcósmico: «La piel, la carne y los huesos no son sino un vestido, un velo, no son el hombre.»[5]SATZ: op. cit, p. 78. Después de transgredir el mandato, Adán y Eva, perdieron el viso celestial, estuvieron y se vieron por primera vez desnudos, sin esos abrigos de luz (en hebreo or), así que se cubrieron de manera provisional con hojas de parra, por lo que tuvo Yahvé que proporcionales unas pellizas o abrigos de piel (ôr). Es evidente que se trata de una escena de desorden, casi de cómico vodevil. En realidad es que Adán y Eva, en todo este tumulto, apenas si están desnudos, puesto que lo que hoy entendemos por traje tiene como misión cubrir los antiguos miembros del cuerpo, que eran glorianda, esto es, vestidos de luminosa gracia, y que por la desobediencia han pasado a la triste condición de pudenda. Agamben ha dedicado todo un ensayo de sorprendente profundidad a la escena originaria de los cuerpos, pero, como suele ser frecuente en él, dicha especulación tiene su significado en otra parte, que resulta así diferida con respecto a su completa comprensión, según la naturaleza tardía del pensar: «El ángel que llora se hace profeta, el lamento del poeta acerca de la creación deviene profecía crítica, es decir, filosofía. Pero precisamente ahora que la obra de la salvación parece recoger en sí como inolvidable todo lo inmemorial, también ella se transforma. Ésta, es cierto, permanece, puesto que a diferencia de la creación, la obra de la redención es eterna. En cuanto ha sobrevivido a la creación, su exigencia no agota, sin embargo, en lo salvo, sino que se pierde en lo insalvable. Nacida de una creación que ha quedado inconclusa, termina en una salvación inescrutable y sin más objeto. Por eso se dice que el conocimiento supremo es aquel que llega demasiado tarde, cuando ya no nos sirve.»[6]AGAMBEN, Giorgio: Desnudez. Anagrama, Barcelona, 2011, p. 19.
Este bellísimo texto, en el que se multiplican las sugerencias, como en una micrografía de Walter Benjamin, nos conducirá, como lo hace el libro que ahora comentamos, a la esquiva e inasible imagen de un cuerpo que, aunque animado, no es espiritual, puesto que el cuerpo glorioso aún no ha sido, tampoco él ha tenido lugar, ya que es el cuerpo del porvenir por excelencia, el de la resurrección (p. 107). Pero es que el concepto de desnudez, como ha demostrado con perspicacia Carlo Salzani, atraviesa de parte a parte toda la teología política de Agamben. La noción de nuda vida sólo adquiere su completo sentido si somos capaces de comprender bajo qué condiciones se establece la de la corporeidad nuda: «È proprio la segnatura che rende il segno «efficace», che lo fa parlare, e la nudità, nella nostra cultura, «parla» solo il linguaggio del dispositivo teologico. Le sue prime parole sono quelle della Genesi (3,7), in cui Adamo ed Eva si accorgono di essere nudi solo dopo il peccato, e questo perchè, prima di peccare, non erano nudi, ma coperti di una veste di grazia che aderiva loro come un abito glorioso. La nudità esiste perciò solo negativamente, «come privazione della veste di grazia e come presagio della risplendente veste di gloria che i beati riceveranno in Paradiso».[7]SALZANI, Carlo: Nudità: Agamben e la vita, en BONACCI, Valeria (A cura): Giorgio Agamben. Ontologia e politica. Quodlibet, Macerata, 2019, p. 463. El cuerpo significa porque está signado de desnudez. Es lo que ha de ser vestido, cuidado incluso si su cuidado significa hurtarlo a nuestra percepción. Es en definitiva lo precario, aquello que merece nuestras preces o plegarias. También es, por eso mismo, y como lo que se oculta o viste, objeto obsesivo.
Sobre este cuerpo, François Jullien ha determinado toda una dialéctica ontológica, una moral y una estética, que él vendría a contrastar con su planteamiento por ejemplo en el arte clásico oriental. Pero ahora nos concierne ahora lo que él llama un corte, y que es el corte pero también la confección del vestido, sobre los que se organizan las nociones del pudor y de lo pudendo: «Se habría podido creer a la inversa: que el desnudo, despojado de la artificialidad de la ropa, confunde al hombre con la naturaleza. Lo devolvería a ella, de alguna manera. Pero sería perder de vista la dialéctica implícita que conduce al Desnudo: si el vestido -o mejor dicho el momento del vestido- separa definitivamente al hombre del reino animal, el momento del desnudo, al volver a lo natural, realza aún más esa distancia y la promueve; llama a un desdoblamiento de plano, hace surgir el de una pura representación: sólo el hombre está -puede estar- desnudo. Su esencia propia aparece mejor así; al igual que su terrible soledad en el seno de la Creación. Por el efecto de consciencia que sobreentiende (su efecto de para sí), es en consecuencia el Desnudo, más que el vestido, lo que puede encarnar el corte de la civilización.»[8]JULLIEN, François: De la esencia o del desnudo. Alpha Decay, Barcelona, 2004, p. 65. La desnudez supondría por lo tanto el pour soi civilizatorio, de tal manera que cualquier hipotética escena de retorno a lo natural estaría ya, cuando menos, amenazada por la apoteosis de lo obsceno. No es que dejamos de ser al ser expulsados del jardín, sino que más bien la expulsión fue nuestro inicio. De ahí que Agamben contemple con cierta ironía el adanismo utópico, por ejemplo en Idea de la prosa, a mi juicio uno de los textos más hermosos que ha dado la filosofía, al intentar columbrar qué sea la promesa comunista a través de la representación pornográfica: «En la pornografía, la utopía de una sociedad sin clases se presenta a través de la exageración caricaturesca de los rasgos que las distinguen y su transfiguración en la relación sexual. En ningún otro lado, ni siquiera en las mascaradas carnavalescas, encontramos una insistencia tan tenaz acerca de los signos de clase en el vestuario en el mismo momento en que la situación los infringe y les resta sentido de la manera más incongruente. Las cofias y los delantales de las camareras, el mono del obrero, los guantes blancos y los galones del mayordomo, y desde hace poco incluso las blusas y las mascarillas de las enfermeras.»[9]AGAMBEN, Giorgio: Idea de la prosa. Península, Barcelona, 1989, p. 55. Nada hay más insulso que la realización de nuestros pobres sueños. Por eso Agamben dice que la pornografía es socialdemócrata; en un sentido no muy diferente en el que Walter Benjamín vería como característica de la socialdemocracia la felonía del progreso. Pero el comunismo permanece, no es deconstruible su anhelo, en el banal despertar de nuestros sueños disminuidos.
Sugería, con los signos de paréntesis de mi título, que el Jardín sirve para contarnos a nosotros.
Porque a partir de allí comienza nuestro tiempo de descuento. Hablamos del tiempo de la historia, que es el tiempo que queda, y aquí es inevitable que nos volvamos al momento paulino del pensamiento de Agamben, es decir, a su impecable, y para tantos polémico aún, comentario a la Epístola de San Pablo a los Romanos. ¿Desde dónde escribe Pablo? Agamben dice que el tiempo que interesa al apóstol es el que resta entre el tiempo y el fin. Ese restar o quedar de lo que queda es el de la fe, ya que la única actualidad de la fe es el anuncio.[10]AGAMBEN, Giorgio: Il tempo che resta. Un commento alla Lettera ai Romani. Bollati Boringuieri, Torino, 2000, p. 87.
Nos queda el fuego, su pérdida, el apagamiento, y soplamos en la ceniza muerta a través de la escritura. Lo reconoce Agamben en otro libro importante, El fuego y el relato, también traducido, como el que comentamos, por un poeta esencialista e importante como Ernesto Kavi: «En la vida de los hombres ocurre algo semejante. Es cierto, en su inexorable curso, la existencia, que parecía al inicio tan disponible, tan rica en posibilidades, pierde poco a poco su misterio, apaga una a una sus fogatas. La existencia, al final, sólo es una historia insignificante y desencantada como todas las historias. Hasta que un día -tal vez no el último, sino el penúltimo- por un instante reencuentra su encanto, pierde de golpe su desilusión. Aquello que ha perdido el misterio es ahora verdadera e irreparablemente misterioso, verdadera y absolutamente indisponible. El fuego, que sólo puede ser relatado, el misterio, que se ha consumido íntegramente en una historia, nos quita la palabra, se encierra por siempre en una imagen.»[11]AGAMBEN, Giorgio: El fuego y el relato. Sexto Piso, Madrid, 2016, p. 17. Es el crepúsculo, llega despacio a su final la jornada como en cualquier tarde de verano. Una bandada de golondrinas se acerca al tejado de enfrente, como con una alegre y elegante danza. Entre las palmeras y las mimosas, acompañada por el desplome incansable de la espuma en el rompeolas, allí al fondo del horizonte, se yergue de repente un brillo extraño y fulmíneo en el agua. ¿De dónde llega esa luz que nos deja mudos, incapaces ya de repasar lo que fuimos o que hicimos? Esa luz, que deja en estupefacta sordina todos nuestros anhelos, que dura tal vez menos que un instante, viene del paraíso. Había uno, lo hubo, habrá un jardín. Es el gran mitologema de la pérdida, también de la restauración, incluso de la dialéctica de su ausencia y de la presencia al alcance de la mano.
Título: El Reino y el Jardín |
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Referencias
↑1 | AGAMBEN, Giorgio: El Reino y el Jardín. Sexto Piso, Madrid, 2020, p. 13. |
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↑2 | AGAMBEN, Giorgio: Estancias. La palabra y el fantasma en la cultura occidental. Pre-Textos, Valencia, 1995. |
↑3 | ROSSET, Clément: El lugar del paraíso. Anagrama, Barcelona, 2020, p. 29. |
↑4 | SATZ, Mario: Pequeños paraísos. El espíritu de los jardines. Acantilado, Barcelona, 2017, p. 14. |
↑5 | SATZ: op. cit, p. 78. |
↑6 | AGAMBEN, Giorgio: Desnudez. Anagrama, Barcelona, 2011, p. 19. |
↑7 | SALZANI, Carlo: Nudità: Agamben e la vita, en BONACCI, Valeria (A cura): Giorgio Agamben. Ontologia e politica. Quodlibet, Macerata, 2019, p. 463. |
↑8 | JULLIEN, François: De la esencia o del desnudo. Alpha Decay, Barcelona, 2004, p. 65. |
↑9 | AGAMBEN, Giorgio: Idea de la prosa. Península, Barcelona, 1989, p. 55. |
↑10 | AGAMBEN, Giorgio: Il tempo che resta. Un commento alla Lettera ai Romani. Bollati Boringuieri, Torino, 2000, p. 87. |
↑11 | AGAMBEN, Giorgio: El fuego y el relato. Sexto Piso, Madrid, 2016, p. 17. |