Veámonos libres a la de ya de dos cuestiones que revolotean inevitablemente sobre esta película.
La primera es Wes Anderson sí o Wes Anderson no. Estoy muy convencido desde hace ya muchas películas que ningún detractor, algunos de ellos espectadores de primera categoría, va a ver la luz con los sucesivos títulos de Anderson. El seguimiento disciplinado de carreras que no nos convencen, que en algún momento puede dar sus frutos, es empeño estéril con un tipo tan concienzuda y repelentemente fiel a sí mismo y a sus rasgos de estilo.
Tampoco yo podría aportar más luz o más argumentos sobre la cuestión. Quien a la altura de “El gran hotel Budapest” no las haya experimentado en su propia piel dudo que reciba de nadie la gracia divina de “convencerle”, en virtud de esa tozudez del director. Ni mucho menos encontrará aquí motivación alguna.
La segunda cuestión es si la película tiene o no tiene que ver con los textos de Stefan Zewig, que un rótulo tras el fundido en negro del último plano nos asegura que han servido de inspiración al director. Muchos lectores de Zweig han mostrado extrañeza porque no ven esa influencia, pero al fin y al cabo estamos hablando de inspiración. De haber leído unas obras y del efecto que han generado éstas en la actividad creadora de su guionista y director.
Esa referencia, que algunos interpretarán gratuitamente como una exhibición cultureta, es también una muestra de que se puede buscar en otros lugares que no sean el cine. Porque la cuestión fundamental en demasiadas películas es de qué películas o de qué cine beben, sumergiéndonos en una espiral de endogamia enfermiza para el propio cine y para nosotros.
Y precisamente así empieza la película, hablando de dónde buscar las historias. Y planteando su gran concepto: la herencia, tratada a todos los niveles. Desde la adolescente que lee la obra de su escritor favorito en el cementerio de un ficticio país de la Europa comunista, pasando por de dónde el escritor recibe esa obra, a los conocimientos vitales, profesionales y el patrimonio económico que recibe el protagonista de la historia, patrimonio que acabará teniendo una importancia relativa.
Anderson escribe el guión sobre una historia tramada con Hugo Guiness (tras la película de James Gray vuelvo a ver cierta sana tendencia a que cuatro manos participen en la base) y ese guión es a la vez ese sólido y emotivo cuento sobre la herencia en todas esas dimensiones y una cierta excusa para el juego visual que plantea el director, una de los más libres y desencorsetados de la trama que se haya permitido.
Uno atraviesa diferentes sensaciones a lo largo de la película. A veces parece que la historia se atasca y se reitera un poco demasiado, que los personajes no avanzan ni abandonan la formulación inicial. Otras parece que el juego visual lo aplaste y lo devore todo. Anderson siempre camina en el límite, a veces dilatado y encasquillado como un mal guionista, otras esteta bordeando los excesos de un Jeunet, otras con una omnipresente banda sonora que siempre roza la saturación.
Pero por arte malabar todo se resuelve cual “last minute rescue” (ese viejo concepto de los films primerizos de Griffith). La historia encuentra su justo calado emocional. El delirio estético, el andersoniano vintage de entreguerras encuentra su justo equilibrio, acercándose en muchas ocasiones al cinema dada casi se diría que inspirado por un Hans Richter en color y carne y hueso, en su incansable y prodigioso trabajo con las formas geométricas y los fondos.
Está bien lo que bien acaba y “El gran hotel Budapest” es capaz de continuar el camino emprendido por este singular tejano que atesora por igual amores y odios. Que sigan fluyendo la historias, siempre en pulso con el placer del juego y la vitalidad de unos personajes outsider pero de vida bien vivida.