Aparece cada año con el sonido del primer cohete, siempre en el mismo lugar, ajustándose las cintas de las zapatillas de esparto mientras espera impaciente a que salgan los toros. Cuando retumba el segundo, recoge La Voz de Navarra que ha dejado en el suelo y la agita nervioso, como si fuese la primera vez. Las cornamentas ya asoman afiladas al fondo de la Cuesta de Santo Domingo. Cada julio hay más corredores, pero él se encuentra cada vez más liviano y se desenvuelve entre el gentío sin tropezarse ni chocarse con nadie. Corre limpiamente, manteniendo la distancia, mirando a los toros y a los corredores que lleva a izquierda y derecha, sin que ninguno repare en él. La manada se acerca y ya siente el aliento de los astados. Al tomar la fatal curva de la calle Mercaderes por la derecha, un morlaco se le echa encima, atravesándolo, y un escalofrío le recorre el alma. No cae al suelo. Se detiene y se lleva las manos al pecho comprobando que ni siquiera sangra, mientras comienza a desvanecerse y recuerda aquel fatídico 13 de julio de 1924.