Nelly y el Sr. Arnaud no fue concebida como testamento cinematográfico, pero exhala de alguna forma un aliento crepuscular. Claude Sautet afrontaba su última década alcanzando una máxima depuración narrativa desprendiéndose cada vez más de lo superfluo. Odiaba lo explícito. El perfeccionismo obsesivo le acompañó siempre, pero fue agudizándose con la edad. Su cine tuvo un antes y un después de estrenar Garçon! (1983), tras la que se propuso un cambio radical al sentirse autoparodiado y exhausto. O abandonaba la profesión para dedicarse a leer y escuchar música o viraba hacia otros derroteros más esenciales. Transcurridos cinco años cambió de equipo, de intérpretes que le habían acompañado siempre (no sin algún disgusto personal), guionistas e historias corales, siendo sólo “fiel” a su compositor Philippe Sarde, que le escoltó con sus notas hasta el final.
Sus dos últimas películas (Un coeur en hiver y la que nos ocupa) sobreviven en el silencio evolucionando hacia “un cine de cámara” que buscó lo intimista. Como si deseara reflotar los personajes taciturnos de antaño para concederles en exclusiva una nueva oportunidad bajo la epidermis de otros en un ambiente distinto, pero con similar colapso de un interior en ebullición. Todos eran él –hasta los femeninos, según comentaba–, aunque se viera más identificado plenamente con dos, César y Martial. “A través de todos mis personajes extirpo por necesidad pequeños pedazos de mí mismo que intento aislar”, comenta en la larga entrevista de Michel Boujout en el libro “Conversaciones con Claude Sautet”. Era la efusividad de César y Vincent y lo taciturno de Martial. La indecisión de Pierre y el hielo de Stéphane. La cínica contención de Max y la vulnerabilidad de Bruno. La vitalidad de Rosalie, la distinción de Camille o la prudente Nelly. Estaba entre los contenidos, en los que estallan. En los que aman sin decirlo y los que observan con mutismo. Entre los que se emocionan abiertamente. Sautet se esparció por toda su filmografía, pero en Nelly y el Sr. Arnaud parecía que se acercaba más aún. El antiguo magistrado sexagenario, con un pasado oscuro en las finanzas, de fuerte temperamento, culto, de elegantes formas y buen gusto, recuerda mucho a él. Michel Serrault terminó permeándose (como Michel Piccoli o Daniel Auteuil) de la personalidad y físico de Sautet. El mismo director fue consciente en una sesión fotográfica en el mismo rodaje cuando les pidieron una imagen juntos.

Para él resultaba curiosa esa osmosis que solía ocurrir con sus actores, hecho más que probable porque mucho del cine de Sautet surge de sus experiencias. “No puedo rodar lo que no he vivido”, decía. En su última película tenía setenta años y una larga trayectoria a sus espaldas como guionista y director, aunque culminó escasas películas. Buscó dosificarse porque le agotaba el proceso del guion, los diálogos, el rodaje y la promoción, que detestaba. Serrault comentaba que cada día de rodaje finalizaba exánime al exponerse tanto emocionalmente. Hay mucho de él en Arnaud. La arrogancia con que se expresa, los cambios de humor, los arrebatos de cólera, la capacidad de observación, la ironía y acidez. La emoción contenida.
Si hay una palabra que represente a Nelly y el Sr. Arnaud es la contención. Contención en la capacidad de expresar a voz en grito el hartazgo de una relación en la que ya no existe interés ni por pelearse. Contención en verbalizar el deseo por lo inaprensible sabiendo que has agotado gran parte de tu vida y estás obligado a amar a una escala diferente. Contención para verbalizar en la juventud sentimientos delatores de lo imposible que se malogran por la crueldad del encuentro en etapas vitales dispares. Hasta en la música se retiene el melómano Sautet. Se acabó lo de esa etapa anterior en las que hacía cine sólo por imaginar qué banda sonora acompañaría un nuevo proyecto. No, en Nelly y el Sr. Arnaud la música está administrada en su justa medida, al principio y al final, con algún episodio corto en medio que precipita una decisión, tal como lo había hecho la lluvia toda la vida en su cine. Simplemente le pidió a Sarde que sonara a Prokofiev. Y buscó su propia musicalidad en la cadencia cronometrada de sus secuencias.

El encuentro.
Nelly (Emmanuelle Béart) es joven y está sumida en una etapa crítica sentimental y económica. Arnaud es un señor maduro al que le sobra el dinero, el tiempo, que se pasea solitario por las cafeterías de París y al que se le intuye una vida ajetreada a muchos niveles. El encuentro fortuito con cheque de por medio (aunque parezca irreal lo había observado Sautet en una ocasión en una pareja de generación muy distinta) tomando café, da comienzo a una relación profesional en la que ella se convertirá en la transcriptora de sus memorias desde que él ejercía de juez en la Polinesia. La película transcurre mucho tiempo en interiores, en la casa de Arnaud, su gran despacho y una biblioteca repleta. En ese espacio hermético va surgiendo a fuego lento una intimidad más estrecha a pesar de la elegante distancia y mutismo que marca ella detrás de su ordenador. Arnaud bulle entre dictado y dictado (ésa era la forma de proceder realmente del director con los guionistas Dabadie y Fieschi), rememora épocas pasadas, se enfada por las correcciones que le hace Nelly, mientras introduce cuñas hábilmente para darse a conocer y tratar de conocerla. Caerá presa de unos celos por algo ni siquiera verbalizado hasta desesperarse por no encontrar la palabra adecuada en el texto, cuando en realidad la que busca es la que delate su opresión sin ofenderla o provocar su huida.
Un entusiasmado Arnaud va desprendiéndose de su incómodo pasado a medida que traspasa su vida a las manos de Nelly en el teclado. También asistimos a su progresiva suelta de lastre vaciando una gran y valorada biblioteca que le aprieta demasiado. “Es doloroso, pero necesario, me crea una presión psicológica irrespirable”, le comenta. Vemos su desnudo literalmente por una lesión en la espalda que ella aliviará, pero también por lo que verbaliza mediante confidencias que aligeran un sentimiento de culpa enquistado y otras que le desarman al mostrar su anochecer vital. Sautet gradúa muchísimo y de forma muy elegante la progresiva aproximación de la pareja. Sabe que un acercamiento carnal explícito haría perder la credibilidad, la tensión entre ellos y nuestra conexión con la historia. Con certera síntesis sublima una pasión inalcanzable por parte de él (y la sorpresa de lo inesperado por parte de ella) en miradas y gestos callados, pero cargados de deseo quimérico.

Nos basta la complicidad de algún diálogo con la justa explicitud en un restaurante donde ella brilla y él se ilumina momentáneamente, aunque desayune realidad en una cocina oscura al día siguiente. Nos consolamos amargamente con la contemplación nocturna de un cuerpo y rostro inaccesibles cuyas manos se necesitan, pero son conscientes de la imposibilidad de llegar nada más que a calmarse estrechándose. Con un amargo abrazo in extremis que rompe una situación destinada a la involución, pero capaz de perdurar siempre y hacer madurar.
Ver esta película las veces que sea necesario constituye un verdadero deleite, valorando en cada una de ellas la habilidad de Claude Sautet por manifestar tanto implícito en una escena o imagen. Su puesta en escena es sutil, como siempre, pero muy eficaz. Sus clásicos reflejos en espejos, sus planos-contraplanos, diálogos lúcidos y mordaces, su capacidad de mostrar vida en espacios interiores encuentran una estupenda depuración. Consigue elevar a la etérea, quieta y deseable Emmanuelle Béart hasta en el sencillo recogido de un moño, evidenciando su formación pasada en la escultura, presentándola inabordable con una luz casi irreal en la escena nocturna que sirve de epicentro en la historia. El cineasta ofrece su canto del cisne abriéndose y obsequiándonos con un papel inolvidable como el que interpreta de forma descarnada Michel Serrault en un ocaso al que se niega a ser arrastrado, aunque sea huyendo de forma precipitada en un periplo de meses tan abierto, que le supone un precipicio.



Finalizamos la película con un nudo en la garganta, tragando saliva, sufriendo la mirada perdida de Arnaud en el aeropuerto. Ausente, abismal. Esa mirada que en el rodaje emocionó tanto a Sautet, que tuvo que sentarse a llorar con él al acabar la escena. Su última película.
Cine, vida, emoción, autenticidad, son el sello de Sautet. Por eso nos engancha tanto.



Si se desea tener más información sobre la obra y biografía del director, se puede consultar este enlace escrito por la autora de este texto, con motivo del 25 aniversario de su muerte un verano de 2000.
DIRECTOR: Claude Sautet. AÑO: 1995. PAÍS: Francia. TÍTULO ORIGINAL: Nelly et Mr. Arnaud. DURACIÓN: 102 min. GUION: Claude Sautet, Jacques Fieschi, Yves Ullman. MÚSICA: Philippe Sarde. FOTOGRAFÍA: Jean-François Robin. PRODUCCIÓN: Les Films de Alain Sarde. MONTAJE: Jacqueline Thiédot. INTÉRPRETES: Emannuelle Béart, Michel Serrault, Jean-Hugues Anglade, Michael Lonsdale, François Brion.