A Manu Espada
Los vecinos gritan alrededor. Saltan jubilosos, como enloquecidos, delante de la Administración de Lotería. Yo descorcho la botella de champán que acabo de comprar y riego con la espuma descontrolada a quienes me rodean. También al cámara que retransmite la algarabía en directo. El reportero me pregunta cuánto me ha tocado. Un buen pellizco, respondo con un habano mordido en la mano, y le cuento que voy a destinar el premio a tapar agujeros. Tampoco tengo por qué ser original, me digo, y menos en Navidad. En estas fechas pocos lo son.
Apenas cinco minutos después, los compañeros me llaman, ya desde el interior del coche. He de abandonar la celebración precipitadamente. Corro hacia ellos y subo al vehículo. De regreso a la ciudad, repasamos lo que tendré que contar –testigo de espaldas y con voz distorsionada– del asesino del zaguán en el magacín de media tarde: que si los sábados ayudaba a su anciana madre con la compra, que si siempre saludaba en el portal, que si. También las proclamas revolucionarias que recitaré ante el micrófono por la noche, después de la manifestación convocada ante la Delegación del Gobierno, cuando los antisistema se enfrenten a la policía y ardan los contenedores. El cámara y el reportero coinciden en que la parte de los fascistas casi no se me entiende. Es culpa del pasamontañas, me excuso, no estoy acostumbrado a él. Se muestran comprensivos porque saben que estoy en prácticas. Fascistas, fascistas, fascistas, por fortuna aún me quedan unas horas para mejorar mi dicción, fascistas, fascistas, fascistas.