Amelia salió como cada mañana, con su traje, su tartera y su sonrisa. No lucía el sol pero ella se ponía el mundo por montera, al abandonar su casa, su familia y su barrio, siempre una palabra amable, un hasta luego o un pasa buen día salía de su cuerpo, tanto en voz como en mirada, pero siempre hacia los demás.
Caminaba y caminaba, casi de manera autómata, sin perder el rictus de esa supuesta felicidad y a la vez conformismo, que no se deja ver, o al menos eso intentaba. Su llegada a la oficina era temprano, 8 de la mañana y llegaría a su casa pasadas 10 horas, porque durante toda su vida laboral en esa empresa, 25 años, había sido así.
Su llegada a casa seguía siendo así, pasadas las 6 de la tarde, pero desde hace unos días, meses o puede que un año, ya no lo recordaba, Amelia tenía una cita con un banco verde, donde pasaba más de cuatro horas sentada. Lugar donde sacaba su verdad y podía mirar en su interior y exterior, viendo lo que sucedía en su vida sin tener que fingir, cuatro horas en las que era ella misma, sin caretas.
Ese banco verde, era su refugio, su confesor y lo seguiría siendo durante mucho tiempo.
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