Miedo
Alex lleva cruzando los dedos un buen rato. Lo hace con mucha concentración, mientras, piensa que así, tal vez, conseguirá conectar telepáticamente con alguien. Por proximidad piensa que ojalá fueran sus perros. Quiere salir del cubo de olivas donde la han metido sus primos pero su pequeño cuerpo no alcanza la tapa de arriba y aunque intenta tambalear el cubo, no lo consigue. Es verano y hace mucho calor ahí dentro, le cuesta respirar y comienza a llorar. Odia a sus primos profundamente, tanto como odia el asado de ternera de su madre o el olor al pescado frito. Son una panda de cabrones desalmados, hace un rato se divertían torturando caracoles. Les separaban la molla de la caracola.
Alex se tapaba los oídos. El sonido del desmembramiento de los gasterópodos le parece una abominación ¿por qué se divertían haciendo eso? ¿A caso no escuchaban el estruendo de ese dolor? La situación le parecía todo un ritual bárbaro inexplicable. Le gustaría tener un cuerpo más grande y más fuerte para tumbar ese cubo y acabar con ellos.
Desde que las descargas cósmicas comenzaron, el desierto de Maratian se convirtió en un espacio sin oxígeno donde nada puede sobrevivir fuera de los invernaderos de plástico. Dentro de ellos, se desenvuelve la vida echándole un pulso diario a la aridez de las mentes que lo habitan. Todo aquí es desolación, polvo y mugre.
Espacio
Alex fue de las primeras ingenieras del invernadero de su zona. Ideó una original forma de conseguir agua a través de un complejo juego de alambiques y cactus que cada noche un grupo de trabajo recolecta para durante el día ir consiguiendo un poco de agua. Cada vez que pone en marcha el sistema de producción de agua piensa en cómo era su vida antes, aunque se esfuerza en que ese no sea un pensamiento recurrente vuelve a él como se vuelve a algunos lugares de la infancia. Sin quererlo y con dolor. Gota tras gota vuelve a sus recuerdos sin evitarlo, abrazando a la nostalgia como náufraga a cualquier objeto flotante. Ser náufraga en un desierto no deja de tener su gracia.
En el invernadero viven unas cien personas, Xia es la responsable del análisis sociológico del grupo, suele hablar de cifras aproximadas con cautela. Intenta documentar todo, ambas creen que en algún momento tendrán que contar cómo sobrevivieron durante años en los invernaderos. Son unas obsesas de las narrativas.
Por las noches, algunas valientes dejan el grupo para no volver. Otras salen en patrulla con el sistema de respiración asistida a recoger cactus para los alambiques. A veces, estas últimas, se suman a las primeras pero no regresan. Nunca se sabe a ciencia cierta qué les hace dejar el grupo. Xia tiene una explicación a este proceso, le llama el mal del plástico y dice que es normal que quienes han vivido fuera de estas paredes translúcidas quieran encontrar un lugar mejor y huir de la experiencia artificial. Aunque muchas personas intentan hacer de este lugar un hogar, no dejan de estar a la intemperie, nunca dejan de sentirse a salvo. El polvo está en todo, al mediodía el calor hace que no puedan hacer mucho y la humedad acaba por aturdirlas en las jornadas más calurosas.
Algo que les ayuda son los arbustos que empezaron a crecer hace unos años. Ahí pueden cobijarse del calor y dos veces al año dan unas bayas que les saben a vida. Alex sabe que ese lugar mejor que anhelan no existe, lo sabe porque sus ojos están conectados a todas las pequeñas criaturas que habitan la zona. Ha visto ahogarse a varias de las exploradoras nocturnas, pero no ha dicho nada, cómo decirlo. No quiere ser ella la que anuncie el pesimismo antropológico que recorre sus historias. Ya han tenido bastante. Aunque algunos días piensa que se lo merecen, que la especie a la que pertenecen solo merece sumirse en la nada profunda.
En vista de la situación prefiere ganar días, idear artilugios y charlar con Xia sobre quiénes conforman su grupo. Trabajar en el censo del grupo es la mejor forma de no sentir el vértigo aunque cada mañana continúen fallando los cálculos.
Conflicto
Xia la despertó con cierto nerviosismo, la zarandeó y le gritó: “se han marchado”. Cuando Alex consiguió entender lo que estaba ocurriendo pensó en los agujeros negros que cabalgaba de pequeña con su madre. En las casas de apuestas cósmicas y en lo poco que valía la vida allí arriba. Aquí abajo seguía teniendo el mismo escaso valor. Un grupo de habitantes del plástico habían desmontado todo el sistema de producción de agua. ¿Hacia dónde irán? ¿cómo sobrevivir ahora?
Si hasta el momento algo había tirado de ella y le había conferido una especie de arrojo que no comprendía del todo, pero que le impulsaba a seguir hacia delante ahora no podía continuar. Su cuerpo era un ancla y no podía reaccionar. En ese momento fue cuando sintió que sus extremidades se activaban de una forma que ya conocía. Se volvieron elásticas y se adhirieron a su cuerpo. En ese preciso instante Alex era una serpiente de arena que se deslizaba ya debajo del sistema de túneles que antes ocupaban los alambiques. Su agudo olfato y su piel lisa la guiaban, se desplazaban velozmente hacia la pista del hurto nocturno. Olía a pelo sucio, roña y sudor. Además a canela y trufa. La combinación de esos olores le era familiar.
Alex sufría estas transformaciones de vez en cuando, en momentos estelares en los que se precisaba de su audacia y veneno. Le gustaba vivir en su cuerpo de reptil ya que adoraba cambiar de piel. Dicen que el cuerpo humano se reactiva cada siete años por completo, Xia solía decir que esto era una tremenda gilipollez, así que a falta de explicación científica para el cambio, solo le quedaba mudar de piel. Eso sí era una certeza, puede que la única. Después de cada muda se sentía liberada, ligera, un proceso de metamorfosis kafkiano en toda regla. Solo se permitía avanzar en este cuerpo escurridizo y escamoso. Pensaba en ello mientras continuaba reptando hacia la próxima víctima, ya podía olerlas con mayor precisión. Recuperar los alambiques era solo cuestión de tiempo.