El 2020, tan redondito y tan despejado que se presentó al inicio, esperanzándonos ante una nueva década, está a punto de finalizar para regocijo de la mayoría. En su primer día, en un paseo campestre y con ese sol tan claro que acompañaba, me vine arriba y me atreví a augurar que iba a ser un gran año. Pronto tumbó todas las expectativas y me dejó como una nefasta pitonisa. A pesar de que ya nos habían llegado noticias de Wuhan el día anterior, nos quedaba demasiado lejos como para pensar que aquello pudiera cambiar en algo nuestras vidas. La globalización es un término abstracto e insondable.
El año termina y son fechas dadas a hacer balance. Este, hay trabajo por delante. La nueva normalidad se impone, como la vieja, con sus rutinas y horarios ajustados, con poco tiempo para no hacer y dejar a la mente divagar sin rumbo. Esos meses de impasse, que casi cuesta nombrarlos desde la distancia, pusieron nuestras vidas patas arriba y consiguieron que nos cuestionáramos nuestras existencias, aunque solo fuera por unos minutos, con la mirada que brinda la extrañeza de lo nuevo.
Pero hicimos costumbre en lo anormal, y una vez afincada la pandemia volvemos a ponernos las pilas Duracell y a andar con las horas escapándose de los días entre los dedos. En el estreno de vida que trajo el 2020, el tiempo que dedico a interpelarme con un poco de profundidad es ese prosaico par de minutos en el que se calientan las lentejas, el estofado, los garbanzos o las habichuelas en el microondas. Es ahí donde le doy espacio a veces a cavilaciones sobre la vida y otras, sobre mi vida. Cada día el ritual. Invariablemente, me voy hacia la puerta de cristal que separa la cocina del patio y llevo la mirada al infinito por entre los barrotes de la verja. Los pensamientos empiezan a brotar, hasta que se dan de bruces con el árbol que hay justo enfrente de mi casa.
Está pelado. Recuerdo que en junio estaba verde. Luego se puso amarillo y ahora alberga cuatro tristes hojas, como la pelusilla que le queda a algunos calvos. Pronto no le quedará ninguna. No tengo ni idea qué especie es, solo que me acostumbré a su presencia. Y ahora es el máximo protagonista de ese par de minutos en los que empecé a atender más sus cambios que a esos pensamientos distraídos.
Observar su evolución me recoloca y me trae a tierra. El espectáculo de la vida que nos resitúa. Nos muestra que ese ánimo alterado, ese mal día, pasa, y mañana las hojas estarán más amarillas, el humor (y el amor) habrá cambiado y la reflexión brillante ya no nos lo parecerá tanto. Y así queda él, sus ramas peladas, y yo deseando que llegue la primavera para ver cómo se llena de hojas verdes y nuevas. Al final, también tras las ruinas de este 2020, la vida se seguirá abriendo paso.
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