Grumo, in memoriam (1 de marzo del 2006 – 21 de febrero del 2020)
Recuerdo bajar corriendo las escaleras pensando: «¿quién me habrá hecho creer que yo podía cuidar de otra vida si no puedo ni con la mía?». Grumo, el pequeño gato negro de apenas 5 meses que había adoptado hace poco, se había precipitado desde el cuarto piso. «Ha muerto por mi culpa. Nunca adoptaré a otro gato. Nunca, nunca, nunca», repetía en mi cabeza. Pero estaba vivo. Lo recogí -bolita negra al lado de charquito mínimo de sangre- y me miró con sus grandes ojos azules mientras sus patitas frágiles se agarraban de mi camiseta. Se desmayaba por el susto. Cerraba sus ojos y la cabeza se inclinaba hacia el frente y yo pensé que se moría en mis manos. Pero no sólo salió indemne, salvo por un par de colmillos rotos que tardé años en notar, sino que además descubrió la fascinación por las alturas. En cuanto me descuidaba se subía a cualquier ventana abierta, así fuera ésta un ventanuco alto y difícil de alcanzar. Incluso lograba escabullirse hacia el pasillo del edificio cada vez que yo abría la puerta de casa y, aunque sea por unos breves segundos hasta que yo lograra alcanzarlo, se asomaba a las ventanas abiertas de todos los pisos. Tengo incontables recuerdos de su silueta negra de cola balanceante recortada sobre el paisaje. «Cuídalo mucho, los gatos paracaidistas siempre repiten», me dijeron en la veterinaria.
Y lo cuidé, no siempre de la mejor forma, pero lo cuidé como no había cuidado nunca a nadie. Ahora que él se ha ido, recuerdo la que fue nuestra vida en común durante 14 años y constato que cuidándolo a él, aprendí a cuidarme a mí misma. Cuando lo conocí, yo tenía 21 años y llevaba viviendo en España poco más de dos años. Lo encontraron en una caja con otros gatitos. Algunos estaban heridos porque habían intentado chuparse las tetillas a falta de una madre. Lo llamaron Bombón y había que alimentarlo con una jeringuilla. Estaba enfermo y era tan pequeñito que parecía que al tocarlo podía romperlo. Pero ahí estaba la vida, abriéndose paso, y al verla, yo me sentía maravillada y asustada ante la responsabilidad que implicaba hacerme cargo de otro ser vivo.
Pasaron los años y mirando hacia atrás constato que Grumo estuvo junto a mí en los peores momentos de mi vida. Durante mucho tiempo fuimos sólo él y yo habitando una casa completamente vacía. Sólo había un colchón, unos libros y una nevera que emitía un sonido de agonía y emanaba un olor nauseabundo. No tenía dinero, mi supuesta pareja me engañaba constantemente y varios días a la semana llegaba de trabajar triste y cansada a las 3 de la mañana. Pero ni la casa ni mi vida eran del todo desoladoras porque tenía un compañero al que debía cuidar y esto implicaba también no ceder al dolor del desamor, intentar llevar una rutina y no dejarme caer. Durante mis 8 años de relaciones de maltrato y dependencia, Grumo estuvo ahí, recostándose a mi lado mientras yo lloraba, aguantando junto a mí los gritos, los insultos y el desprecio. Mientras yo me construía una cárcel tras otra, mentira tras mentira, enajenada por el amor romántico, él estaba a mí lado, enseñándome un tipo de amor que era en todo diferente al amor tóxico que había impregnado mi vida desde niña. Durante todos estos años Grumo ha sido una de mis pocas certezas. Su compañía ha sido siempre mi lugar seguro. En mi constante sensación de no pertenencia a lo largo de 7 mudanzas, 4 ciudades y dos países separados por el Atlántico, él ha estado conmigo mucho más que cualquier animal humano o no humano. En mi segunda mudanza transatlántica, mientras me dirigía otra vez hacia un país que no conocía y después de un proceso de embalaje caótico, me repetía que si hiciese falta y tuviera que prescindir de todos los objetos y de muchas de las personas que había conocido en mi vida en España, mi casa siempre sería donde estuvieran los gatos. Ahora mi casa ha perdido uno de sus cimientos.
El 21 de febrero del 2020, a 9 días de su cumpleaños número 14, tuve que tomar la decisión de dejarlo marchar. Los días previos a su partida, nos mirábamos fijamente desde un sillón a otro, durante largos ratos. Yo contenía las lágrimas mientras escrutaba en sus ojos redondos para encontrar alguna clave, alguna forma de conocer la medida de su dolor, que me permitiera tomar la decisión de finalmente llevarlo a dormir. Él a veces giraba la cabeza y se quedaba mirando al vacío y yo me preguntaba si se estaba asomando a la muerte. Yo sentía que, de alguna forma, me asomaba con él mientras sostenía su pata. Quería que sintiera mi presencia como antídoto ante ese vértigo que presentía en su mirada. Nuestros últimos meses juntos fueron también un aprendizaje: acompañar a ese cuerpo amado atravesado por la vejez, con una fragilidad que le iba arrebatando la agilidad, que lo iba alejando de su fascinación por las alturas. Ver su cuerpo envejecido era también adivinar en él la muerte acercándose. Y como la muerte es también una cuestión de pesos que desaparecen y rigideces que transforman la materia, a veces sentía que en determinada posición de alguna de sus patas, repentinamente tiesa, su cuerpo estaba prefigurando su propia muerte. Entonces mi contemplación entristecida se transformaba en el escalofrío de lo inevitable: Grumo ya no estaría a mi lado. Volvía a mirarlo fijamente, como preguntándole con insistencia: ¿qué miras? ¿Qué piensas? ¿Qué miras cuando me miras?
Durante esos últimos días de miradas sostenidas, sentía que entre nuestros cuerpos se estaba produciendo un intenso diálogo, como si dos viejas compañeras de aventuras volvieran, a través de sus miradas suspendidas en el tiempo, a vivir todo de nuevo. En esos momentos, yo intentaba desprenderme de mi afán humano de control y de necesidad de certeza, pero al mismo tiempo deseaba que supiera -con en ese nivel de conciencia animal que todavía desconozco- que lo amaba, que durante nuestros 14 años de aventuras me había sentido muy afortunada de tenerlo como compañero, que llamarlo familia me había ayudado a sanar esa palabra impregnada de daños, que siempre estaría ligado a mí en una forma indisoluble y que cuidarlo me había hecho más fuerte. Mientras lo miraba mirarme, sabía que nos encontrábamos en un momento que requería valor y que para él había llegado la hora de dar el gran salto definitivo, sabía que a pesar de que través de sus ojos yo sintiera que también me asomaba a la muerte, no podía acompañarlo. Un gran salto al vacío, ¿qué será para ti?, mi querido cazador de alturas, valiente superviviente de una caída de un cuarto piso, pretendía decirle al mirarlo. Y entonces, un viernes por la tarde, llegó el momento de presenciar cómo la vida que tanto había cuidado abandonaba su cuerpo después de la sedación y de una inyección indolora que le paró el corazón. Hubo un leve encogimiento de las patas y la cabeza hacia su panza, como una flor cerrándose, y luego la distención final, el gran salto al vacío. Cuando nos fuimos de la veterinaria, su cuerpo se quedó allí, tendido sobre la mesa, pero Grumo ya se había ido.
Desde entonces siento como si una parte de la existencia se hubiera quedado congelada, como si todo el tiempo oyera un pitido casi imperceptible que lo ralentiza todo, como si mis percepciones estuvieran atravesadas por los recuerdos de su cuerpo negro rebosante de vida creciendo a mi lado. Todo el rato observo con amor la cicatriz que me dejó en la mano izquierda porque mi cuerpo está marcado por él, como mi vida.
Quizás uno de los momentos en los que más nos acercamos a los animales no humanos con los que compartimos la vida es en la agonía. Nuestros cuerpos animales se igualan en el sufrimiento porque el dolor, tan difícil de transmitir mediante el lenguaje humano, se entiende perfectamente entre especies a través de miradas o quejidos. La experiencia de la agonía de Grumo me ha hecho constatar que esa pretendida separación entre animales humanos y no humanos que delimita los afectos para mí sencillamente no existe. Ser testigo de un cuerpo amado que sufre es, de una forma muy intensa, verse a sí misma sufriendo. A través de la agonía de nuestros seres amados la conciencia de la muerte que nos llegará a todas adquiere una consistencia material y tangible. Por eso decimos que una parte nuestra muere junto a los cuerpos de aquellos seres a los que amamos. Estos días he aprendido que cuidar una vida muchas veces también implica saber despedirse de ella y acompañar los momentos en que ésta empieza a desvanecerse en un cuerpo enfermo. Un tránsito difícil que constituye una de las experiencias más intensas del cuidado.
Desde el viernes pasado no paro de recordar todo lo que Grumo y yo vivimos. Es la manera que tiene la memoria de honrar a los que se han ido, irrumpiendo constantemente los espacios cotidianos, sustrayendo nuestra atención de todo lo que nos rodea. Ha pasado más de una semana de su muerte pero no dejo de verlo saltando al borde mínimo de la segunda planta en el pequeño loft de South Bend, un equilibrista innato, un majestuoso mascarón de proa en los atardeceres de Indiana. Todavía escucho sus agudos maullidos constantes para pedir agua, o sus ocasionales bufidos suaves dirigidos a un pequeño gato gris que llegó para perseguirlo, lamerlo todo el tiempo y cazar de vez en cuando su cola. Pero también escucho -todavía de forma muy vívida- ese maullido grave y sostenido cuando le daban los ataques en sus últimos días, y el silencio que llegaba después, con su mirada de incomprensión ante el dolor. Hicimos bien en dejarlo marchar pero eso no evita que su ausencia lo cubra todo de un manto de irrealidad. Eso no evita que cuando vuelvo a percibir el ahora, después de unos momentos de ensoñación en el pasado, sienta el presente como una herida que duele. La constatación de la muerte, de su muerte, me da vértigo porque ahora él ya ha dado el salto hacia ese abismo al que durante días sentí que nos asomábamos juntos. Unas horas después de su muerte, Fernando me dijo que no podía evitar querer que Grumo volviera y nos abrazamos llorando como dos niños pequeños porque sabíamos, sabemos, que es imposible, que de ahí -ese sitio al que nos dirigimos todas- ya no se vuelve. Pero, al mismo tiempo, los recuerdos están siendo ahora y yo no puedo evitar sentir que Grumo todavía está aquí.
Oigo unos pajaritos con un trino curioso y, envuelta por su ausencia, me entristezco al pensar que él ya no lo va a escuchar, y que yo ya no voy a poder sentir que los percibo a través de su cuerpo, fijándome en el ángulo de giro de sus orejas, en el tamaño de sus ojos redondos en alerta, en la velocidad en el movimiento de su cola. Convivir con Grumo estos 14 años también fue recibir el regalo de su percepción. Encuentro cierto consuelo al pensar que le estoy guardando los sonidos y olores cotidianos, que estoy almacenando en mi memoria el mundo sensible que percibo, aunque desde las limitaciones de mi percepción humana sólo pueda imaginar las cosas que a él le llamarían la atención. Recuerdo frecuentemente uno de los poemas que Mary Oliver escribió tras la muerte de su perra:
Una perra nunca puede decirte lo que sabe de los
olores del mundo, pero comprendes, al mirarla,
que lo que sabes es casi nada.
Convivir con Grumo y sus percepciones, llenas de matices e intensidades que desconozco, fue también asomarme a una forma de conocimiento no humano e imaginar el mundo a partir de las reacciones felinas. Estos días de ausencia siento como si mi imaginación, en lugar de quedarse huérfana y desgatada, se hubiera convertido en una suerte de percepción interpuesta ante toda clase de estímulos: «Grumo miraría alerta, Grumo evaluaría con un giro de la cabeza si ese sonido se merece su atención o si mejor vuelve a dormir, Grumo disfrutaría esta esquina de sol como si todo lo demás alrededor desapareciera.» Estos días de luto intento consolarme con la idea de que me ha sido legada la percepción Grumo y que gracias a ella el tiempo que me queda aquí estará lleno de sonidos, olores y vértigos que antes no hubiera sabido detectar.
Amado Grumo: gracias por todo. Hasta que nos volvamos a encontrar, yo te guardo todas las alturas.
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