─¡Estoy en casa! ─vociferó mamá abriendo las cortinas de flores para que la luz espantara a los ratones. Lola y yo corrimos incrédulos hacia la sala. Nos quedamos mirándola como lo que era, una hermosa aparición, sin saber si podíamos abrazarla o debíamos avisar a papá. Olía a tréboles, y había dejado un reguero de arena de río desde la ventana hasta la mecedora, donde se sentó a tejer. No nos atrevimos a preguntarle cómo había vuelto del lecho rocoso en el que dormía rodeada de peces desde hacía semanas. El porqué parecía claro: aquel jersey rosa de punto inglés estaba sin terminar y ella jamás podía dejar a medias ninguna de sus labores.