Al igual que Lo que el viento se llevó, Duelo al sol (King Vidor, 1946) se centra en el amor doble de su heroína (en este caso, Pearl, a la que da vida Jennifer Jones). Digamos el racional, en este caso por un hombre apacible, el cívico Jesse McCanles (Joseph Cotten) –que se parece más a su gentil madre Laura Belle (Lillian Gish) que a su padre, racista y brutal (Lionel Barrymore)- y el pasional y desmedido por el tosco Lewt (Gregory Peck), el hermano menor de Jesse. Tomando la licencia de la exhibición carnal de Jane Russell en El Forajido (Howard Hughes, 1943) e inspirándose en el mestizaje de Catherine Earnshaw y Heathcliff de Cumbres Borrascosas, la febril lujuria mestiza de Pearl y Lewt se presenta con alegre hipocresía, como un pecado que debe ser, ante todo, condenado moralmente y castigado con la muerte en este controvertido western, mezcla de epopeya bíblica y melodrama. El dinamismo infernal de Lewt y el desenfreno de Pearl resultan, sin duda, más atractivos que el castrado conformismo social de Jesse y su prometida, la heredera del ferrocarril que interpreta Joan Tetzel. Su amour fou es también más complejo psicológicamente que el romance novelesco de Scarlett y Rhett. Pearl y Lewt son mercancías dañadas: ella es la hija de una nativa americana promiscua asesinada por su padre blanco; él es un psicópata arruinado por la indulgencia del senador. Aunque Lewt la ha convertido en un ser dependiente (al igual que Scarlett lo fue de Rhett), Pearl demuestra ser igual de insaciable que él, como lo demuestran su temeraria cabalgata y su compulsivo acariciamiento de las cabezas de los caballos (una metáfora freudiana que no es tan burda como pueda pensarse). A diferencia de Scarlett, Pearl es indomable, y Lewt acaba convirtiéndose en su presa.
Grosso modo, la película puede resumirse así. Pero no es todo. No lo es porque sería obviar lo que constituye, y por sí solo, un exceso infinito, desmesurado, salvaje, desequilibrado incluso. Cualesquiera que sean las definiciones que uno quiera ponerle a Duelo al sol, es casi seguro que no errará. Sin embargo, pienso que este es el mayor elogio que alguien podría hacer a una película que todavía hoy se consume de forma tan vertiginosa con ayuda de su propia energía frenética, su anarquía sexual y sus lúbricas composturas. De hecho, su apodo habitual, tanto en el momento de su estreno como en la era moderna, es «Lust In the Dust», algo así como «Lujuria sobre la arena», en una interpretación libre. Es cierto: el productor Selznick arroja, por momentos, cualquier atisbo de sutileza por la ventana y la propia falacia patética se emite junto al nerviosismo del argumento (más de una vez retumba una tormenta y se oyen truenos cuando hay intercambio carnal o alguien muere).
Y es que su guion, una suerte de carta de amor a la recién divorciada Jennifer Jones, interfirió, de no pocas formas, en la visión y el estilo de los más creativos directores que trabajaban en Hollywood en esa época y que tuvieron que ver con la orquestación de gran parte de este vividísimo melodrama de sexo y arena. King Vidor fue el realizador acreditado, pero consta el papel de William Dieterle, el diseñador William Cameron Menzies y el estilista visual Josef von Sternberg entre bastidores. Si Von Sternberg convirtió a Marlene Dietrich en una estrella internacional, moldeándola para que fuera, al menos en la pantalla, el epítome de una cortesana fresca e indolente, Selznick intentó algo similar con Jones a lo largo de su carrera, pero convirtiéndola en un icono de la americana sana y con sonrisa de pastel de manzana. Con Duelo al sol, ambos se desviaron un poco del camino y su alocada interpretación de una mujer tan maliciosa como Pearl Chavez es un absoluto portento interpretativo. Su notable y muy estilizada colección de tórridos tics, que incluyen los gruñidos y los pucheros, la describen en toda su felinidad y, de hecho, se muestra igual de recelosa y nerviosa que un gato, saltando contra la pared cuando un hombre cualquiera le roza en el brazo. Más tarde, cuando se lanza contra la puerta de la celda de su padre, metiendo las manos entre los barrotes de hierro, nos enseña una muestra literalmente física del melodrama.
En ese género no caben gestos pequeños. Por qué cerrar una puerta cuando uno puede pisar fuerte y hacerlo con violencia. Jennifer Jones toma aquí la batuta y corre a toda velocidad con ella, con los ojos medio cerrados, agitando las fosas nasales y el cabello, echando la cabeza hacia atrás con altanería de aficionada. Después de hacer el amor, Lewt (Gregory Peck) le da una serenata a Jones desde fuera de su habitación. Ella se retuerce en la cama y acaba por agitarse en un extraño y exagerado baile. Se puede decir que Jones prácticamente baila durante toda la película, imitando las sacudidas y los giros de su madre, la mujer a la que desea no parecerse. Jones cede y acepta que no puede escapar de su destino y que su destino está junto al de Lewt, lo que pone de manifiesto la naturaleza ineludible del destino y el futuro que impregna la película. Inmediatamente después de esta escena, Lewt irrumpe en un semental salvaje, que se encabrita y patea sus pezuñas, de forma muy parecida a como lo hizo una Jones que le arañaba y siseaba cuando se conocieron. «Verás, no hay nada que hacer con los sementales… sólo hace falta un poco de conocimiento», dice, refiriéndose a Pearl en masculino, siendo su sexualidad tan potente como la de cualquier hombre en el rancho.
Duelo al sol es uno de los grandes ejemplos de lo que le acontecería al western en el turbulento período posterior a la Segunda Guerra Mundial, de esa nueva clase de película que surge entonces, tomando prestados elementos del cine negro para mostrar un tipo de héroe muy diferente al que había cabalgado hacia el Oeste en busca de la tierra, la libertad y la búsqueda de la felicidad en los triunfantes dramas expansionistas de los años veinte y treinta. Obsesivos, violentos y a menudo masoquistas, estos protagonistas resentidos y alienados daban a las películas profundidad psicológica y complejidad moral, ayudando a revigorizar el género y permitiéndole lidiar mejor con las preocupaciones sociopolíticas de la subsiguiente era de la Guerra Fría.
En la gran extravagancia que es Duelo al sol hay mucho de todo esto. Imaginen ustedes un western en el que dos hermanos interpretan a Caín y Abel en su rivalidad por una violenta mestiza mientras su padre se preocupa por su imperio en decadencia. De una belleza escabrosa, con pasajes impresionantes, posee un poder poco común y su clímax, en el que Peck y Jones consuman su tempestuosa pasión disparándose orgásmicamente el uno al otro, tiene una magnificencia absurda que desafía cualquier crítica. Este es, posiblemente, el primer western freudiano de la historia, que se beneficia de una pasión prohibida. Alegoría cuasi bíblica de Caín y Abel, sobre un hijo bueno y uno malo, cambió la noción de que sólo los villanos podían ser sexualmente agresivos. Pearl tiene, no lo olvidemos, una relación romántica con los dos hombres, en la que Cotten representa el Alma, mientras que Peck representa la Lujuria.
Selznick no sólo cambió el final de la novela original de Niven Busch, sino que tuvo que luchar enérgicamente contra el regulador moral de la industria, la Production Code Administration, para mantener su versión. Selznick quería aplicar de nuevo las explicaciones psicoanalíticas de Recuerda (Spellbound, 1945) al salvaje Oeste con el personaje de Perla atrapado por impulsos nacidos del trauma. Lo cierto es que Selznick tenía algo más que un interés pasajero por el psicoanálisis: dos de sus películas producidas anteriormente, tanto Recuerda como Desde que te fuiste (John Cromwell, 1944), hacían referencia directa al psicoanálisis e incluían psiquiatras. I’ll Be Seeing You (George Cukor, 1944), otra película realizada por Selznick International, incluía a un soldado (Joseph Cotten) que sufría una psiconeurosis instigada por el combate. El interés personal y profesional de Selznick por el psicoanálisis no era en absoluto inusual entre la gente de Hollywood o entre el público en general en la década de los cuarenta.
Las teorías freudianas sobre las alteraciones psicológicas y sexuales tuvieron un amplio impacto en la cultura estadounidense de los años 40 a través de comentarios en la prensa, así como por su uso práctico (como en el diagnóstico de la neurosis de guerra de los soldados).
El freudianismo se incorporaría a una serie de largometrajes de Hollywood con la terminología y la teoría psicoanalíticas referenciadas en todos los géneros, desde el musical al drama, pasando por el policíaco, el melodrama gótico y, claro, el western. A diferencia de la novela de Busch, en su versión cinematográfica no es posible un final feliz precisamente por dos motivos: por un lado, su inversión en la psicodinámica freudiana de la sexualidad que se origina en la familia edipalizada y, por otro, su énfasis en Pearl como la clásica víctima en una estructuración melodramática de la experiencia. La teoría freudiana tiende a ser pesimista y Duelo al sol parece reflejar la opinión –no mayoritaria, por cierto- de que el melodrama como género es incapaz de resolver las contradicciones que plantea. Fracasa ideológicamente y no puede acomodar su problema ni en un presente real ni en un futuro ideal.
En el caso de Duelo al sol, donde, a diferencia de muchos de los westerns de familias intentando hacerse cargo de sus tierras, Las furias (Anthony Mann, 1950), Hombres violentos (Rudolph Maté, 1955) y Cuarenta pistolas (Samuel Fuller, 1957), jamás se intentó tranquilizar al público con un final feliz, sino que sus guionistas (nada menos que, entre ellos, Ben Hecht y el propio Selznick) sentaron las bases de lo que le ocurriría a muchos western de la década siguiente, que se caracterizaron por el cambio de una estructura de acción a un melodrama con implicaciones psicoanalíticas, en el que un tropo central del melodrama es la conexión dramática entre la represión social y la psíquica, que conduce a un exceso de miseria en el protagonista central y que se corresponde con la tensión emocional en el público.
Duelo al sol abrió el camino a la devaluación del hogar como lugar de seguridad y estabilidad en el western de posguerra y a la transformación de la imagen cinematográfica de la mujer y la familia en el género. También problematizó los mitos e ideales masculinos de un género que tradicionalmente confirmaba el valor del Oeste americano como crisol de la identidad nacional estadounidense. Coincido con Robin Wood cuando afirma que Duelo al sol merece ser reconocida como «la declaración más desafiante y subversiva del cine de Hollywood sobre la civilización americana»[1]WOOD, Robin. 1996. «Duel in the Sun: The Destruction of an Ideological System», en Ian Cameron and Douglas Pye (Eds.). The Book of Westerns. New York: Continuum Press, p. 192. La desmitificación mediante el énfasis en las inestabilidades psicológicas y las contradicciones ideológicas afectó tanto a los personajes masculinos como a los femeninos.
En todos los westerns influenciados por el novelista Busch, como, por ejemplo, Perseguido (Raoul Walsh, 1947) o el film que nos ocupa, mujer y hogar aparecen transformados en el mismísimo unheimlich freudiano, creando además un campo de fuerza del deseo que difiere significativamente de la articulación de la mujer y la domesticidad centrada en el hogar de la mayoría de los westerns de preguerra en el género, como ha visto con acierto Laura Mulvey en Visual and Other Pleasures[2]MULVEY, Laura. 1989. «Afterthoughts on ‘Visual Pleasure and Narrative Cinema’ 29 inspired by King Vidor’s Duel in the Sun (1946)», en Visual and Other Pleasures. New York: Palgrave, pp. 29-39. Esta nueva variación, con un enfoque psicoanalítico de la familia favorecido por las novelas de Busch y el exceso melodramático centrado en la mujer que Selznick abrazó con Duelo al sol, se convirtieron en pilares gemelos de la tendencia adulta que dominaría muchos de los westerns aún por llegar. Allí, la deconstrucción de la figura femenina protagónica supuso una oportunidad para poner en primer plano las contradicciones psíquicas y sociales que, durante mucho tiempo, fueron objeto de melodrama en un género ya informado por la violencia.
Al mismo tiempo, estas películas oscurecieron los mitos estadounidenses, ya sea llamando, de forma sutil, la atención sobre sus contradicciones o cuestionando más abiertamente los supuestos sobre el género y la sexualidad, así como la raza y la clase. El giro de la posguerra en las películas con el tropo de la «family on the land», casi siempre westerns adultos, abarca la diferencia que alteraba el terreno psicológico y emocional del género. No fue un hecho insignificante ni aislado. Este tipo de estrategias también serían evidentes en importantes y populares melodramas de la década de los cincuenta asociados a directores como Nicholas Ray en Rebelde sin causa (1955), Vincente Minnelli en Como un torrente (1958) o Douglas Sirk, con su Imitación a la vida (1959).
Son, pues, innumerables los análisis que cabe hacerse de esta película, y sin embargo, por primera vez, quisiera vindicarla en conjunto, como uno de los fenómenos más especiales ocurridos en el propio género. En realidad desde cualquier arista resulta atípica, aunque quizá una de las cosas más sorprendentes de Duelo al sol sea ver a Peck como una dinamo sexual, alejado del héroe noble, estoico y comedido, al que volvería enseguida y para siempre. Es sorprendente verle actuar aquí, interpretando el papel más inusual de cuantos haya podido desempeñar, ni siquiera superado por su Mengele en la interesantísima Los niños del Brasil (Franklin J. Schaffner, 1978).
La producción de este western, desde el principio una empresa enorme, fue dominada, fragmentada y finalmente destruida por el obsesivo Selznick, que primero compró a los mejores talentos para que trabajaran en la película, y luego procedió a interferir en ella. Sus intentos por eclipsar su éxito anterior, Lo que el viento se llevó (Gone with the wind, 1939) –una de las mayores obras maestras de la historia- y convertir a Jennifer Jones en una megaestrella de la taquilla fueron, sin duda, un fracaso. El director King Vidor rodó al menos la mitad de la película, antes de ser despedido por Selznick debido a diferencias artísticas. La película fue completada por William Dieterle, y algunas escenas fueron rodadas por Josef von Sternberg, por los directores de segunda unidad Brower y Reeves Eason, y por el propio Selznick, que siguió manipulando el material en la sala de montaje.
Como resultado, es difícil saber de quién es la firma general de la película. Sin embargo, por mucho que Selznick le importunara y manipulara su labor, la labor de Vidor acaba dando a Duelo al sol mayor inmediatez de la que tuvo Lo que el viento se llevó. Extrañamente, Duelo al sol nunca se ganó ni de lejos el respeto que aquella tiene, ni siquiera hoy, en que ha supuesto el iracundo rechazo de los comisarios políticos de turno. Por supuesto, tampoco hizo tanto dinero. Pero, aunque su incipiente Technicolor puede parecer un poco laxo todavía, especialmente en los momentos destinados a resaltar la belleza de Jones, el uso general de las sombras y la profundidad de campo de Duelo al sol es sorprendente y, sin duda, contribuye a sus emociones más básicas, lo que me lleva, elucubrando, a preguntarme si Orson Welles tuvo algún cometido más en esta película que el de la propia narración inicial. Con su perturbada moralidad, forjada por los contrastes entre el bien y el mal, el blanco y el negro de la vida en el Oeste, llamará quizás la atención el hecho de que la única mezcla de emociones sea, convenientemente, Pearl, representando dos caras de la misma moneda. Desesperada por borrar su herencia y ajustarse a los valores y el comportamiento de una sociedad blanca que nunca la aceptará, llega al extremo de vestirse de blanco virginal para la barbacoa de los McCanless, imitando los bailes finos y delicados de las otras mujeres y fracasando, ni que decir tiene, de forma estrepitosa.
La madre de la familia, a la que da vida la oscarizada Lillian Gish, se equipara con la bondad y la pureza, como hizo a menudo a lo largo de su larguísima carrera cinematográfica. Se la presenta con un rostro pálido en contraste con el de Pearl, de piel oscura, y con trajes de color púrpura y rosa pastel, en contraposición a los verdes, amarillos y rojos vivos de la mestiza, que parecen casarla con el color del hosco, árido y salvaje panorama tejano. El resto del reparto, aunque por momentos a caballo entre la seriedad y una excesiva afectación, está a la altura: Lionel Barrymore, como el patriarca ganadero tejano, racista y desequilibrado, Walter Huston en su infatigable prédica del fuego del infierno y de la condenación e incluso Butterfly McQueen, en su interpretación del personaje de Vashti –tan a menudo descuidado en la crítica cinematográfica-, la hosca e insolente criada de Laura Belle, que deja que Pearl haga su trabajo, parlotea sin cesar sobre el matrimonio y sugiere que Lewt podría haberla seducido en el pasado, resulta exquisita.
Selznick pone en el fuego todo lo que tiene a su alcance, con cientos de caballos, ganado, poderosas escenas de multitudes (todo ello bien manejado por quienquiera que estuviera detrás de la cámara en ese momento), tres de los mejores directores de fotografía en color (Lee Garmes, Harold Rosson, Ray Rennahan) e incluso un choque de trenes y una explosión tan kitsch que resultan imprescindibles. Ignoro a quién se debe cada una de las escenas, pero cabría destacar, por ejemplo, aquella en la barbacoa, realizada por la mano segura de alguien acostumbrado a manejar momentos épicos (¿Vidor?): en un único movimiento de barrido, asistimos a toda la charla, el baile y la diversión de una fiesta, subiendo en picado a un árbol y bajando luego en medio del jolgorio. Un movimiento magistral y sin fisuras. Otro momento muy revelador tiene lugar cuando Gish está en su lecho de muerte y la cámara se cuela entre las ramas de un árbol frente a su ventana, haciéndonos escuchar su conversación mientras ambos revelan su profundo amor por el otro y expían los errores del pasado. En la extraña escena que sigue, Gish se desmaya anhelante mientras expira, se agita momentáneamente y parece bailar de la misma manera que Pearl lo hizo después de que Lewt la sedujera. Y por supuesto, aunque ya nombrado antes, el mismísimo final, exagerado como pocos, que resulta una conclusión adecuada: Pearl se arrastra por la tierra para llegar a Lewt, los dos se han herido mortalmente. Mueren abrazados y la cámara se aleja de su abrazo mortal, reduciéndolos a meras manchas de arena.
Ese tiroteo final (que no es el clásico duelo a pie del western) entre Pearl y Lewt es tan extraño que se sugiere incluso cierta interdependencia entre el héroe y el villano, y, desde luego, serios indicios de connivencia entre esos dos forasteros que se quedan celebrando lo salvaje de sus vidas por última vez. La propia película sugiere que los dos estaban realmente enamorados el uno del otro, y, en un final típicamente melodramático, el tipo duro moribundo consigue finalmente admitir su amor por Pearl: ella consigue que sienta emociones, como en el melodrama clásico, y mueren unidos, pues qué otra cosa podrían hacer. Tanto al principio como al final, su relación está simbolizada por una flor que crece en las rocas estériles frente a una improbable puesta de sol de Hollywood, con la voz en off de Orson Welles que le otorga un significado eterno y universal a los acontecimientos. Bendito y añejo realismo emocional. Digamos sólo, para terminar, que Martin Scorsese no ha escatimado en sus halagos hacia Duelo al sol, que fue la primera película que vio en su vida y que tiene en gran estima. Puede que haya en su cine, sin duda, algo más que un recuerdo cinéfilo a este film excesivo, maravilloso y, a su manera, único, pues nace y muere en sí mismo.
Ficha técnica |
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Referencias
↑1 | WOOD, Robin. 1996. «Duel in the Sun: The Destruction of an Ideological System», en Ian Cameron and Douglas Pye (Eds.). The Book of Westerns. New York: Continuum Press, p. 192 |
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↑2 | MULVEY, Laura. 1989. «Afterthoughts on ‘Visual Pleasure and Narrative Cinema’ 29 inspired by King Vidor’s Duel in the Sun (1946)», en Visual and Other Pleasures. New York: Palgrave, pp. 29-39 |