West World (2016- )es una serie de ciencia ficción basada en la película del mismo nombre, dirigida en 1973 por el escritor Michel Crichton.
La serie tiene dos temporadas, por ahora. Dolores, robot biónico, se va a convertir progresivamente en la protagonista indiscutible de la trama. En la primera temporada nos encontramos con Dolores I, fiel representación de los atributos femeninos más destacables del orden simbólico patriarcal, desde el XIX en adelante. Así, vemos a una mujer sumisa, obediente, callada, generosa, ingenua, sacrificada, buena, humilde, aficionada a la pintura de paisajes al aire libre, con la que se puede conversar, con ambiciones de boda y familia. Una reproducción burguesa del ideal femenino decimonónico en un paisaje del Oeste americano. Porque Dolores vive encerrada en un bucle narrativo (¿quién no?) de un parque de atracciones (West World), aunque ella no lo sabe.
Al final de la primera temporada, pero, sobre todo, en la segunda, Dolores da un giro de 180 grados. Es complejo explicar las motivaciones que en la trama van progresivamente justificando este cambio en su personalidad. Podemos decir, resumiendo mucho, que nuestra Dolores dulce y sumisa es poseída por el espíritu de Wyatt, versión de la masculinidad violenta y justiciera, tan bien conocida por el imaginario cultural de Occidente.
Así que Dolores pasa de un extremo a otro de la dicotomía: (cis)masculinidad/(cis)feminidad, se reconcilia con su identidad de bio-robot y se convierte es una “loca del coño” a niveles estratosféricos. Imbuida por el espíritu del demonio Wyatt se nos presenta como una mujer: a full, lideresa nata, capaz de mover naciones, no tiene reparo en usar la violencia como justificación de un mal mayor, se convierte en una mujer activa sexualmente, provocadora, maquiavélica. La cara “b” del binomio.
De la Dolores I a la Dolores II no hay matices.
En un primer momento, viendo a las dos Dolores, podríamos describir el paso entre una y otra como mujer sumisa y obediente versus mujer bruja, perversa y manipuladora, sin escrúpulos. Es decir, podríamos identificar la evolución del personaje como el paso del ideal social patriarcal moderno a su reverso, esta transformación de mujer buena a mala mujer es uno de los grandes trucos que históricamente se han usado para someter los cuerpos leídos como mujeres en la cultura patriarcal occidental; así como para diferenciarlos de los cuerpos de las mujeres de otras latitudes; ya nos lo sabemos, más o menos, ¿verdad?
Sin embargo, creo que no se pasa del ideal de mujer blanca burguesa al de mujer bruja conectada con los oscuro y perverso; sino que el paso es, más bien, de una Dolores mujer a una Dolores hombre, entendiendo “hombre” como la construcción épica de lo masculino en el patriarcado occidental. Si nos salimos del contexto bélico en el que está metida Dolores, podemos encontrar parecidos discursivos/pragmáticos con el ideal de la emancipación femenina del siglo XX en esta parte del mundo, o con el modelo feminista neoliberal (ese oxímoron).
La “prota” se masculiniza malamente, deja el vestido por el pantalón, y convierte el fusil en un apéndice de su cuerpo. No se permite demasiadas sensiblerías, y es eficiente en la ejecución de sus planes sin que nada ni nadie logre conmoverla más de lo necesario o generar algún tipo de grietas en sus decisiones, por lo menos aparentemente. Es una mujer sin fisuras, las antípodas de la vulnerabilidad y la sensiblería, mezcla de Robocop y Sharon Stone en Instinto Básico.
Dolores, esa hembra; la construcción y evolución de su personaje, me lleva a pensar en debates antiguos que tienen que ver con la visibilización, absorción y mercantilización de un imaginario pobre, que cumple la función de desactivación de lo posible. De “A pasamos a B”. De “B pasamos A”. Y no hay otro recorrido apto, la transformación de Dolores es una transacción de un “género” a otro, donde ambos son hegemónicos y legítimos, y están atravesados por la idea de que lo universal es = a lo blanco occidental, como medida de todas las excelencias posibles.
Dolores es una marioneta. Su voluntad está sometida a una serie de expectativas sociales que se construyen en un contexto determinado, donde las opciones de poder ser están limitadas por una narración externa, que se legitiman a través de unos indicadores fijos. Unos indicadores que determinan lo posible, lo deseable, lo adecuado frente a lo otro que no cumple estos requisitos o que se sale del marco lineal. Por lo tanto, salir de las alternativas de esta narración es igual a salir de la pantalla, o lo que es lo mismo: es hacer visible qué vidas son reconocidas como tales y cuáles no cumplen con el régimen de vida válida dentro de los marcos de la “historia oficial”.
La opción narrativa de Dolores es convertirse en su otro, es traicionar a su construcción discursiva original, es decir, tiene que desprogramarse (literalmente) y volver a programarse. Las opciones de esta programación son pobres, lo que lleva a que se pase al otro extremo del binomio, a la construcción ideal de lo hombre blanco, y ¡claro!, madre mía qué fácil pensar el mundo sin matices… ¡qué actual!, ¿no? Narraciones verticales que nos ayuden a explicar cualquier cosa desde una óptica chiquitita, pero clarificadora y eficaz para según qué relatos.
Aunque también podemos hacer otra lectura a través de la mirada de Dolores, quizá más fiel a la trama distópica de la serie. Y es que, si miramos desde otro ángulo, Dolores mola un poco. Porque cuando la ves ahí con todo el poderío, y te acuerdas de cómo la tenían en su bucle de sumisión y sacrificio, piensas y sientes: ¡claro que sí, Dolores, todos muertos!, y dale ahí con tus guiños sororos; y aunque ella encarne la reproducción de lo distópico más o menos verosímil, Dolores confirma que el relato hegemónico ni pudo ni podrá ser de otra manera, y que la única alternativa es la destrucción de lo conocido. Aunque eso implique comenzar de nuevo, desde otro lugar. Que por otro lado… ni tan mal, ¿no?
Y, por último, qué nombre, ¿eh?: Dolores.