Según la hemeroteca, fue un granjero el primero que los vio. Habiéndose levantado temprano para ordeñar, descubrió aquellos malditos objetos voladores que luego serían avistados en más de una ocasión. Lo que no contaron los diarios fue que la arenga del alcalde y la llamada del párroco a defender la villa persuadieron a los hombres, entre cigarros y copas, para que sacaran las escopetas. El sonido de los disparos arrancó una ovación en la plaza del pueblo, pero el júbilo cesó de inmediato cuando regresaron los perseguidores. «Estaba oscuro, no sabíamos lo que llevaban». Hoy, en ese pueblo desierto todo el mundo lo sabe, pero nadie se atreve a mencionar el asunto. Solo de vez en cuando algún vecino borracho habla más de la cuenta, preguntándose dónde enterraron a las cigüeñas.