En su sueño, un funcionario de gesto imperturbable sentado al otro lado de una ventanilla le concede una patente sobre la máquina que ha inventado para confeccionar fantasías. A partir de ese instante, nadie puede soñar sin pagar derechos, lo que no tarda en reportarle cuantiosos beneficios. Durante un tiempo, disfruta de una vida despreocupada, hasta que su júbilo se transforma en desconsuelo al descubrir que las personas con pocos recursos ni siquiera pueden permitirse el lujo de imaginar una vida mejor. Se despierta empapado en sudor, ahogado en un mar de impotencia, consciente de que algo muy parecido ya fue inventado.