Vaya por delante que jamás pensé en escribir sobre el británico Adrian Lyne o cualquiera de sus películas. No lo hice con Atracción fatal (Fatal attraction, 1987), aquel célebre, moralizante producto de la era Reagan, cuya calidad cinematográfica no pongo en duda, pero sí su reflexión sobre la promiscuidad marital, que hoy apenas resistiría el más sucinto de los análisis. Y mucho menos habría escrito una sola línea para 9 semanas y media (Nine 1/2 weeks, 1986) –pieza también célebre y cuyas virtudes permanecen todavía por descubrir para mí- o con Lolita (1997) e Infiel (Unfaithful, 2002), dos remakes en los que se mancillan, respectivamente, el texto de Nabokov y una de las membrudas historias de Chabrol. Sin embargo, esto ha cambiado hace unos días, desde que un domingo me embarcase, con mi padre, en uno de esos visionados de películas tras los que prima un impagable cine fórum.
Ahora me veo obligado a hacerlo, a escribir sobre la última película de Lyne, para lo cual, pese a todo, comenzaré hablando sobre Patricia Highsmith, de la que, por contra, sí quería escribir. De ella, a mi juicio, una de las mejores escritoras de Norteamérica, y del vilipendio que han sufrido sus textos en las adaptaciones cinematográficas, de las que sólo Extraños en un tren –una de las obras maestras de Hitchcock, aunque su relación con la novela original sea más bien exigua- se salva. Algo que se explica, sin duda, por eso que daremos en llamar «el enigma Highsmith». Hallamos, para ello, tres razones. Por un lado, no goza del reconocimiento académico merecido por la imposibilidad de clasificar su obra, que oscila entre la novela policíaca y el ensayo psicológico, nos dirá con acierto Pérez Gállego[1]PÉREZ GÁLLEGO, Cándido, Félix Martín y Leopoldo Mateo. 1986. Literatura norteamericana actual. Madrid: Cátedra, p. 37, y sus textos, además, detrás de la sencillez y claridad del lenguaje empleado por la escritura, ofrecen un gran número de personajes complejos, poblados de obsesiones malignas, que se esconden bajo una fachada convencional.
Todos los personajes de Highsmith experimentan una suerte de goce a través de sus síntomas, de maneras específicas: «mis personajes se vuelven cada vez más psicópatas y son complicados para el cine», nos dirá ella misma[2]SCHENKAR, Joan. 2010. Patricia Highsmith. Barcelona: Circe, p. 422. En tres de sus primeras novelas, Mar de fondo (Deep Water, 1957), El grito de la lechuza (The Cry of the Owl, 1962) y Ese dulce mal (This Sweet Sickness, 1960), los protagonistas se retiran del universo simbólico del ideal de la clase media, las familias suburbanas felices. A estos personajes no se les permite escapar de este universo asfixiante, pero su repliegue en la psicosis les sirve, al menos, para lograr la distanciación de la insoportable presión de un universo deseante. Para Highsmith y sus homicidas protagonistas, el atractivo del asesinato es simplemente un hecho. Lo atrayente del acto, antes de ejecutarse, consiste, como mucho, en su conveniencia: se quita de en medio a una persona que obstaculiza los planes que estos personajes diseñan para su propia existencia. Y luego, después del hecho en sí, el asesinato (o la apariencia de haber cometido uno) se convierte, de un modo más preocupante, en un inconveniente real, ya que presenta todo tipo de molestos problemas prácticos: eliminación de pruebas, mantenimiento de una coartada, etcétera.
El escándalo de la ficción de Patricia Highsmith es que sus asesinos, o aspirantes a tal, no se escandalizan lo más mínimo por el hecho de asesinar a personas, y lo consideran una mera molestia. No parecen tener mayores problemas de conciencia que los de alguien que cambia un neumático o reserva un vuelo. Sin embargo, todo en estos libros es pura introspección. Todo está dentro de sus personajes, con total independencia de la trama. Y ese es el segundo motivo –y principal- que explicaría el fracaso de la práctica totalidad de las adaptaciones de Highsmith al cine. Sus mejores obras se caracterizan por la presencia de esa psicología de introspección perversa, de esa filosofía y especulación y la calidad pesadillesca de sus novelas se deriva en gran parte de la naturaleza de sus tramas como pura situación: Graham Greene nos ha dicho ya que Highsmith es una poeta del temor o del recelo[3]Cit., en PIVANO, Fernanda. 2009. Viaggio Americano. Milano: Bompiani, p. 376.
Hay aquí toda una serie de predicamentos desesperados, privados de las mitigaciones de la conciencia o los consuelos de la filosofía. El resto son sólo problemas y miedo. Gran parte de las contrariedades, de hecho, provienen de la imposibilidad del (anti)héroe de explicar lo que ha hecho, una imposibilidad que Highsmith reproduce al renunciar a cualquier esclarecimiento psicológico de sus criminales actos. La imposibilidad de que sus personajes se expliquen a sí mismos –silenciosamente mimetizada, de nuevo, por la negativa de Highsmith a dar cuenta de las motivaciones profundas y los verdaderos sentimientos de estos hombres- se refiere con la misma frecuencia a circunstancias en las que su protagonista parece culpable de asesinato, pero no lo es, o no exactamente.
Por cada uno de los asesinatos despreocupados de sus personajes, existe, en la obra de Highsmith, otro acto más ambiguo, en el que la intención homicida es sólo aparente, no real. Y forma parte de la seductora perversidad de su obra el hecho de que, no pocas veces, la impunidad suele corresponder al asesinato real; el castigo real, en cambio, se aplica a la malicia sofocada. Es como si el crimen fuera, al cabo, una cuestión de malas apariencias más que de malos actos, y no se pudiera formar un jurado ante el que testificar que los giros culpables del alma no son lo mismo que las acciones fatales de la mano. La sensación de perdición irremediable en Highsmith –el fascinante estado de ánimo de lo irrecuperable de toda felicidad, de la condena permanente por medio de una pequeña complicación- proviene de la sensación de que sus personajes no podrían explicarse aunque quisieran, y de que su creadora se niega a hacerlo en su nombre. Están total y absolutamente solos. Así pues, la oscura precisión de la escritura de la Highsmith, y la incomodidad que provoca en sus lectores, con esos personajes amorales a los que, empero, deseamos que tengan éxito en su violento empeño, la ha convertido en una extraordinaria novelista en cuyo favor gira siempre, por cierto, el paso del tiempo.
Pero volvamos ahora a Adrian Lyne, que, desde la citada Infiel, llevaba veinte años sin dirigir una sola película, y que ha facturado hace bien poco una extraordinaria adaptación, casi literal, de la antes mencionada Mar de fondo, permitiéndose la licencia, eso sí, de un inteligentísimo cambio en el final, del que luego hablaremos. Una adaptación, en fin, que no sólo supera con creces la mediocre versión que dirigió Michel Deville a principios de los ochenta, con serios problemas de guion y elección actoral, sino que supone, sin duda, el mejor acercamiento a ese universo de introspectiva oscuridad que es la novelística de Patricia Highsmith.
Deep water es el retrato cínico, ácido y mordaz de un matrimonio que nos hace temblar por su disfuncionalidad.
Aunque ninguno de los protagonistas –Vic, el obsesivo marido (un Ben Affleck en el que es, pienso, su mejor papel hasta la fecha) y su mujer Melinda (extraordinaria Ana de Armas), borracha y agresiva, sexualmente voraz e irresistible para cualquiera que se fije en ella- es el tipo de persona con la suficiente flexibilidad, generosidad de espíritu o interés por el otro como para tener muchas posibilidades de entablar una relación sana con alguien, sus defectos individuales crean un páramo nuclear de lluvia destructiva, una vez que entran en contacto.
La película tiene lugar en la ciudad ficticia de Little Wesley, sita en Nueva Orleans y, por tanto, en el mismo escenario que la novela de Highsmith, sólo que actualizado (las tecnologías, con Alexa y Facebook al frente, cobran aquí suma importancia): este loco, grotesco teatro de la guerra conyugal tiene lugar en los suburbios de una pequeña ciudad del sueño americano, escenario de vecindad y fiestas educadas de burgueses con profusión de personajes racializados, adinerados y, hasta cierto punto, divertidos. Vic, cuyos principales entusiasmos son la bicicleta, la fotografía y, especialmente, la cría y estudio de los caracoles, es un fabricante de chips para drones retirado, muy querido por la mayoría de los residentes del pueblo, ya que, no obstante su carácter un tanto introspectivo, es servicial y tiene mentalidad comunitaria.
Melinda es vista con menos devoción, eso sí, por su carácter ninfomaníaco y con tendencia a los comportamientos infantiles, y que hace alarde, del mismo modo, de su facilidad para la seducción en público. Parte del placer que obtiene de esto es la humillación pública de su marido, hecho éste del que todo el mundo es bastante consciente: ella le es infiel a su marido, una y otra vez. Lo que desconcierta e incomoda a la comunidad es el hecho de que Vic, en principio, un individuo perturbador por su carencia de emociones («megalómano, sádico, fascista y masoquista», ha dicho de él su creadora[4]SCHENKAR, Op. Cit., p. 399) nunca desafía a los amantes, ni parece estar celoso, ni trastornado por la ostentación ruidosa y bastante burda de su esposa. Todo lo más, está claro, tal como se nos apunta al inicio de la novela, lo separados que se encuentran uno del otro: «Vic no bailaba nunca, pero no por las razones que suelen alegar la mayoría de los hombres que no bailan. No bailaba única y exclusivamente porque a su mujer le gustaba bailar. El argumento que se daba a sí mismo para justificar su actitud era muy endeble y no lograba convencerle ni por un minuto, y sin embargo le pasaba por la cabeza todas las veces que veía bailar a Melinda: se volvía insufriblemente tonta. Convertía el baile en algo cargante»[5]HIGHSMITH, Patricia. 1979. Deep Water. London: Penguin, p. 7.
Sus amigos (un impagable coro trágico que forman Devyn A. Tyler y Lil Rel Howery) no evitan darle discursos para que la refrene, pero él permanece impertérrito. El consenso general es que Vic no es normal. Nosotros podríamos estar de acuerdo con ellos, pero Vic responderá siempre que no tiene necesidad de dictar sus decisiones. Vemos cuál es el control erótico que ella ejerce sobre él, hemos escuchado sus arrogantes racionalizaciones que dan por hecho que Vic se aburriría si ella no fuese así. Sea como fuere, viendo la oportunidad de desestabilizar a los futuros amantes que Melinda pueda tener en la mira, Vic le dice a uno de los amantes, en una admisión teñida por la amenaza sin emoción alguna, que él es el asesino del anterior pretendiente, poniendo en marcha una serie de actos deliciosamente oscuros y de pérfido solaz, plenos de la inminente violencia highsmithiana, que se dispara en cuanto queda patente que la mayoría de los lectores y espectadores nos comprometemos con Vic e incluso, no sin cierta incomodidad, lo apoyamos.
Lo cierto es que Adrian Lyne ha cumplido 81 años este marzo y por primera vez le vemos dirigir con el fervor narrativo de un joven y la precisión médica de un sabio. Highsmith es una novelista de una época anterior, y lo mismo podría decirse de Lyne en tanto que director, pero ambos consiguen dotar a novela y película con los suficientes toques de actualidad como para que nunca decaigan. Via con me, de Paolo Conte (interpretada al piano por Ana de Armas, en uno de los momentos de mayor voltaje erótico jamás vistos en pantalla en este siglo y sin contener un solo desnudo), Sneakin’ Sally Through the Alley, de Robert Palmer, o el clásico The lady is a tramp se convierten en elementos narrativos, en tanto que referencias jocosas a la historia que se está contando[6]Obsérvese, si no, el significado en castellano de los títulos: Vente conmigo, Sally se escabulle por el callejón o La dama es una golfa.. Y, desde luego, no necesitamos animales cocinados en una olla o a Glenn Close resucitando de entre los ahogados en una bañera. Lyne se mantiene firme y deja que el guion se desarrolle con admirable morosidad y, sin embargo, consistencia y firmeza, a lo largo de sus casi dos horas, dejando por final una revelación que únicamente nos plantea nuevas preguntas. El libreto de Zach Helm y Sam Levinson supone el mayor acercamiento, como decíamos, a la célebre introspección de Highsmith, condensando toda la energía sociopática y narcisista que irradian sus personajes.
Bajo la impavidez de Vic, se esconde un psicópata de bajo perfil que elige a tiempo el momento oportuno para infundir miedo a los amantes de Melinda cuando no, directamente, asesinarlos. A veces, estos celos y este comportamiento desquiciado les hacen volver a estar juntos durante una intimidad efímera, pero en la mayoría de los casos, Melinda sale y se topa a otro con el que entablar amistad primero y, más tarde, encuentro carnal. Es una especie de retorcido juego de amor/odio en el que la genuina fascinación proviene simplemente de cómo estos personajes/intérpretes reaccionan el uno al otro. Diríamos que es algo que Melinda disfruta no porque sea sano, sino porque es la única forma en que Vic muestra algo de pasión por volver a estar juntos. A su favor, además, debemos decir que Ben Affleck y Ana de Armas tienen una química virulenta y magnética entre ellos.
La historia, pues, sigue basándose en la muy incómoda psique de su pareja central. Melinda no es un personaje beatífico, precisamente, y toma algunas decisiones problemáticas, pero lo que resulta aterrador aquí es la máscara pública de Vic presentándose ante sus amigos como alguien que anima a su mujer a tener libertad romántica y sexual, cuando, en secreto, posee una inquietante cantidad de problemas de control. En todo esto está envuelto Don, ese vecino que es novelista de misterio (el inquietante Tracy Letts), y que sospecha que Vic es una persona peligrosa. Lo cierto es que hay una sensación de alarmante imprevisibilidad en la interpretación de Affleck, como si pudiera estallar con violencia en cualquier momento. Incluso cuando Deep Water se adentra en el territorio del misterio, la narración se mantiene trabada a un adictivo realismo. Siempre existe la curiosidad de saber cómo lo que ocurre cambiará la dinámica de su matrimonio o si lo hará, y su éxito depende sobre todo del hecho de que Affleck y de Armas se enfrentan psicológicamente de forma creíble, a base de numerosas miradas y un lenguaje corporal acalorado.
Porque también del mirar, o casi diría que esencialmente de ello, se ocupa esta película, algo a lo que ayuda, además, la exquisita, calidísima fotografía de Eigil Bryld. Y ese es uno de los puntos fuertes de Lyne, que ha entendido cómo no es posible poner en imágenes todo un universo moral que está dentro de sus protagonistas, y lo resuelve dándole papel preponderante a la mirada y a los silencios. A los reflejos, a los oblicuos ángulos del atisbo voyerista. A ese mirar, desde o dentro de la propia casa y de la casa de otros. Cuando los mundos de lo físico y lo psicológico entran tanto en conflicto como en esta película, o bien divergen o se refuerzan mutuamente, la energía de esa interacción genera un poderoso simbolismo. Impulsada por esa energía, la casa surge como símbolo de algo mucho mayor que la suma de sus partes. Ciertas casas pueden servir como metáforas de la mirada, algo que puebla esta película, como digo, en cada resquicio. Hay un constante intercambio de miradas entre el matrimonio en esta película, todo a través de ángulos complejos, escaleras, cristales que deforman al que mira tanto o más que al mirado.
Y aun así, constantemente se percatan, en el acto mismo, de que uno mira al otro. En la secuencia de apertura, por ejemplo, Vic ve a su esposa, que está sentada en las escaleras, mirándolo con nostalgia. En la primera fiesta de la película, Melinda ve a Vic mirándola desde el interior de la casa mientras besa a otro hombre en el jardín. En esa sucesión es cómo esta interacción de miradas se va repitiendo a lo largo de la película. La casa es aquí un personaje más, un escenario en el que todo se puede mirar, desde ángulos duplicados de la propia arquitectura palaciega, tan sureña, aunque no todo se vea. El experto trabajo de cámara lleva a que cualquier encuentro sexual entre Melinda y sus amantes ocurra fuera de la pantalla y nosotros seamos quienes, cómplices, contemplamos ese magistral espacio en blanco, dando lugar a una atmósfera de tensión y asfixia que sólo se ve frenada, y por poco tiempo, gracias a los precisos momentos de humor.
Por otra parte, merece reivindicación propia el final de la película, tan polémico para algunos y, a mi juicio, uno de los grandes aciertos –además de feliz variación sobre el texto original- que Lyne deja para su película, tan carente de la insufrible corrección política que rodea gran parte del cine norteamericano actual. Lo que debemos tener en cuenta es que Deep Water es también la historia de una pareja que trata de educar a su hija pequeña, Trixie (Grace Jenkins, fenomenal actriz, pese a su juventud) en una comunidad tan ensamblada como esta. Una pareja en la que se ha llegado a una suerte de acuerdo por el que, dado que Vic carece de la pasión que busca Melinda, ella puede tener amantes con la condición de que no rompa su familia.
Dicho acuerdo sufre un giro de timón cuando Vic comienza a resquebrajarse, viendo peligrar la (extraña) pax hogareña, lo que acarrea consecuencias nefastas para quienes se ven atrapados en medio. Se trataba, entonces, de darle al acto final la firme consolidación de esa dinámica podrida, torcida, entre la pareja principal. En el centro mismo de todas las muertes, la ira y los conflictos inmorales, el matrimonio de Melinda y Vic sale de sus aguas profundas más fortalecido que nunca, ofreciendo un claro contraste con los romances de sus amigos. Las apariencias externas de Vic y Melinda parecen mostrar a un tipo agradable, ecuánime y patético, y a una mujer con inmenso poder sexual que es el centro de atención, pero debajo de la superficie –las aguas son, en efecto, mucho más profundas- lo que se cuenta es una historia completamente diferente.
Claro que Melinda está segura de que Vic ha matado a Charlie y a Tony, sus dos últimos amantes, pero si es ella la que quema los documentos de identidad de Tony, en el plano final, es por dos motivos: uno, porque la niña Trixie, al arrojar la maleta de Melinda a la piscina y señalarle que nadie va a irse de esa casa, termina por hacer ver a Melinda que mantener a su familia unida, tal y como se acordó, es más importante que cualquier otra cosa, incluido el asesinato. Y dos, porque digamos que la inexistente pasión de su marido aflora para ella sólo cuando empieza a matar a sus amantes. Entonces, en el sempiterno giro de maldad de la novelística highsmithiana, la monstruosidad de tal acto determina que vuelva a surgir la chispa en su matrimonio: Vic la ama tanto que está dispuesto a barrenar, uno a uno, los escollos que puedan surgir para la estabilidad familiar. Es el desquiciado y dramático comportamiento de Vic el que le demuestra que su marido, al contrario de lo que ella piensa, ya no se aburre en el matrimonio. Al mismo tiempo, Melinda sabe que Vic es el único que se queda con ella, el único que no considera a la enloquecida muchacha un pasatiempo, y por ello le devuelve el gesto, ayudando a encubrir la muerte de Tony. No se trata de un final feliz, en absoluto (ninguno en Highsmith lo es), sino que somos conscientes de que el torbellino de idas y venidas de Vic y Melinda continuará, que lo que los convierte, de la manera más sórdida, en un matrimonio más fuerte, es la complicidad en el pecado del otro.
Esa es la jerga de los caracoles. De esas criaturas misteriosas que Vic cría como afición y ese garaje de su casa palaciega de Nueva Orleans, entre el sistema de nebulización y los tanques de acuario apilados que albergan a los babosos moluscos, deviene jardín recoleto de paz, donde reflexiona y se serena. «Los caracoles no son para comer. No son para nada», dice, en un momento de la película, pero eso no es exactamente cierto. Son los únicos seres en torno a los cuales Vic puede ser realmente él mismo, y su efecto combinado –un poco revelador y un poco siniestro- está extraído tanto de la vida personal de Highsmith como de un elemento recurrente en su ficción. El interés de Highsmith por los caracoles es muy antiguo, derivado de, entre otras versiones que han dado los biógrafos y ella misma, que no es posible diferenciar cuál es macho y cuál hembra, lo que fascinaba a la escritora, que podía pasar horas observando y escribiendo sobre los singulares rituales de apareamiento de los caracoles terrestres[7]SCHENKAR, Op. Cit., p. 288, como su Vic Van Allen. El gusto por los gasterópodos de Highsmith llegó no sólo a Deep Water, por cierto, sino también a dos relatos cortos que situaban a las criaturas como fuentes de obsesión y miedo: El observador de caracoles y En busca de «Tal o cual Claveringi»[8]Vid., HIGHSMITH, Patricia. 1970. The snail-watcher and other stories. London: Doubleday.
En el texto original, Vic queda fascinado al ver a los caracoles aparearse, hasta el punto de que se convierte en su verdadera afición. Ha bautizado a los caracoles con el nombre de Edgar y Hortense, cree que están genuinamente enamorados y se siente frustrado por el creciente desinterés de Melinda por ellos a medida que su infidelidad se vuelve más descarada. Es verdad que la adaptación cinematográfica no incide en todos estos detalles, pero los que Helm y Levinson eligen son utilizados con eficacia para honrar la intención original de Highsmith: al pasar tanto tiempo con los caracoles e incluso dormir en la misma habitación que ellos, Vic encuentra la intimidad y la tranquilidad que le recuerdan lo que él y Melinda tuvieron en común una vez. Vic le dirá a Don, en un momento de la película, que «un caracol es capaz de escalar un muro de tres metros para encontrar a su pareja», lo que comunica sus intenciones y hasta dónde está dispuesto a llegar para que su mujer permanezca a su lado.
Este retrato de Vic como un hombre movido principalmente por la lealtad y el deseo se ve apoyado por el cambio en el final de la película, que altera lo que Highsmith escribió. En lugar de que Vic mate a Melinda y sea arrestado, como en la novela, Melinda encuentra la cartera de uno de sus amantes desaparecidos entre los caracoles del garaje. En lugar de entregar a Vic, Melinda le hace saber que ha encontrado la cartera y la ha quemado, destruyendo las pruebas y ayudando a Vic a encubrir su crimen. Es una expresión, si no de aprobación tácita, al menos de respeto a regañadientes por parte de Melinda hacia Vic, y coincide con lo que Highsmith había dicho a sus amigos sobre el personaje: «Es un tanto extraño, mentalmente hablando, pero tiene al fin, por lo menos, una oportunidad. Para impresionar a su esposa […] elimina a esos amantes aburridos»[9]WILSON, Andrew. 2003. Beautiful Shadow: A Life of Patricia Highsmith. London: Bloomsbury, p. 202. Y así, la escena inicial y final de Deep Water se reflejan mutuamente, en una última alusión a la mirada, con Melinda viendo cómo Vic vuelve a su casa tras un largo paseo en bicicleta de montaña –en la jerga de los caracoles, escalando el muro de su propio jardín para reclamarla- y, finalmente, en una maniobra que pone broche de oro a esta magnífica película, se deja hallar por él. Si no la han visto ya, les recomiendo que no se la pierdan. Y si lo han hecho, es seguro que un segundo visionado les dará la posibilidad de recrearse en detalles que ignoraban, gracias al buen hacer de Adrian Lyne, de quien, por cierto, no pensaba escribir nunca.
Ficha técnica |
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Referencias
↑1 | PÉREZ GÁLLEGO, Cándido, Félix Martín y Leopoldo Mateo. 1986. Literatura norteamericana actual. Madrid: Cátedra, p. 37 |
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↑2 | SCHENKAR, Joan. 2010. Patricia Highsmith. Barcelona: Circe, p. 422 |
↑3 | Cit., en PIVANO, Fernanda. 2009. Viaggio Americano. Milano: Bompiani, p. 376 |
↑4 | SCHENKAR, Op. Cit., p. 399 |
↑5 | HIGHSMITH, Patricia. 1979. Deep Water. London: Penguin, p. 7 |
↑6 | Obsérvese, si no, el significado en castellano de los títulos: Vente conmigo, Sally se escabulle por el callejón o La dama es una golfa. |
↑7 | SCHENKAR, Op. Cit., p. 288 |
↑8 | Vid., HIGHSMITH, Patricia. 1970. The snail-watcher and other stories. London: Doubleday |
↑9 | WILSON, Andrew. 2003. Beautiful Shadow: A Life of Patricia Highsmith. London: Bloomsbury, p. 202 |