Tiembla el suelo que piso. Sobre el que descanso, cocino o juego, sobre el que corro por las prisas impuestas, en el que chocamos como zombies engullendo pantallas. Vuelve el temblor y, con él, el aire es menos ligero. Siento que algo se ha roto, a un nivel muy profundo, entre nosotres. Claro que no eran tan difícil desandar nuestro frágil camino de lo común, de “lo nuestro social”.
La sacudida ha sido fuerte. Nos hemos agarrado torpemente –unos más que otros, cierto– a la primero que pasaba por ahí, a un discurso facilongo, donde 2+2 siempre son, inequívocamente, 4. Donde nos merecemos la salvación –y las vacunas primero– porque somos gente decente y solidaria, que ha levantado este país y lo defendemos con orgullo, porque somos europa. También hemos arañado lo que quedaba del colchón familiar, salvando los muebles –en muchos casos, los cuatro que teníamos–, para ver ahora cómo se hunden. Ese colchón que no solo eran los ahorros exiguos de generaciones anteriores, o los pisos que pudieron comprar para luego perder como avalistas de juegos financieros tramposos. Ese colchón enflaquecido con los muelles saltados también son nuestra sanidad y educación pública, la prensa como lugar de información veraz y contrastada, el argumento fundado y respetuoso como herramienta de diálogo político, las normas del tablero democrático para jugar y ordenar lo democrático –no para amparar todo lo contrario–. Se hunden, les pasamos por encima, en medio de una estampida sin horizonte, una tragedia de codazos, un cortocircuito en masa avivado por el miedo y la precariedad.
Siento que algo se ha roto. Nuestro sentido crítico desde luego que no, porque no lo tuvimos como bien común. Con ser parte de la sociedad de consumo y poder votar ya nos sentíamos en una sociedad moderna. ¡Qué digo moderna! Ejemplar, referente. Nos hemos presentado ante otros estados como un ideal para realizar su propia transición democrática. Un país que aún no se atreve a decir que pasamos 40 años de dictadura fascista. CUARENTA AÑOS. Que decimos franquismo porque lo nuestro fue otra cosa; nos alejamos de nuestras sombras como si eso fuera posible. Heredamos un Pacto del Olvido como unas gafas de realidad distorsionada, que nos impediría, hasta hoy, distinguir entre torturadores y personas inocentes, entre privilegios y derechos, o entre un “pasar página” y obstaculizar la justicia. Despojades de memoria, aún convivimos con currículums académicos plagados de ideólogos y sostenedores del régimen fascista español, o no somos capaces de identificar a las grandes fortunas de hoy que crecieron gracias al franquismo de ayer.
La casa se ha venido abajo. Y justamente ahora, que podemos estar a vueltas con todo, ¿lo queremos reconstruir? Golpeo mi frente con el mortero de majar ajos. ¿Que lo queremos reconstruir? Toc toc. ¿El qué? ¿Para quiénes? Conmigo que no cuenten. Puestas a resetear, a inventarse la normalidad, prefiero reconstruir la confianza en nuestro propio poder, la imaginación y también el compromiso para hacer de lo humano una experiencia digna de no ser extinguida (o más bien auto-exterminada). ¡De ser celebrada incluso! Estoy eufórica, majo el ajo.
Ahora que vemos sin maquillaje las costuras de este sinsentido, reconstruyamos el poder de no creérnoslo. De mirarnos de frente y decirnos que no, un no en absoluto, que quede fundido con nuestra aura y vibre antes de pasar por otros aros. Porque no fue siempre así, y, sobre todo, porque no debe seguir así. “La nueva normalidad”: conmigo que no cuenten. Que de las 1.000 versiones que podemos ser, no elegimos la sangrienta, la que levanta vallas cortantes, la que pisotea personas y agota el planeta, la que mercadea libremente con cuerpos y vidas, la que ahoga sueños.