A Miguelángel Flores
Aquel café olía a salitre. Lo noté al empezar a removerlo, justo después de añadirle las dos cucharaditas de azúcar de siempre. Era un olor a red de pesca puesta a secar que me distrajo de la conversación con mi anfitriona, y mira que tenía yo ganas de verla. Me dije que eran cosas mías y me concentré en el cotilleo especialmente sabroso que llevábamos entre manos. Pero cuando iba a beber el primer sorbo, los vapores del líquido caliente me dilataron las aletas de la nariz con su perfume soleado a pueblo blanco. Al mirar el café, vi con tanto estupor como certeza la superficie de un mar en calma.
Dicen que la curiosidad mata al gato. Con el alivio de saberme humano, me zambullí sin temor en la taza, con la esperanza de que mi amiga, que me miraba boquiabierta desde el borde, disculpase aquella despedida a la francesa. Buceé junto a un banco de sargos, sobre una llanura de posidonia y bajo las ondulaciones irisadas de una medusa. Solo ascendí cuando pareció que los pulmones iban a estallarme. Emergí en nuestra cama, contra la boca de mi marido.
Cuando ya exhaustos de piel y besos nos derrumbamos el uno junto al otro me confesó, entre susurros de deseo recién satisfecho, que lo había despertado un rumor de olas. Y que esa mañana mi cuerpo sabía a café con dos cucharaditas de azúcar.