Fue el oklahomés Blake Edwards –que puede colocarse, sin temor, junto a personalidades de la talla de Capra, Preminger o Cukor, con su facilidad para el drama, el thriller o la comedia- uno de los más versátiles directores del siglo pasado, cuya variabilidad se erige como testimonio de su ilustre carrera como realizador de estudio durante el derrumbe del gran sistema de Hollywood en la década de los sesenta. Con obras inolvidables como Desayuno con diamantes (Breakfast at Tiffany’s, 1961), Chantaje contra una mujer (Experiment in Terror, 1962), Días de vino y rosas (Days of Wine and Roses, 1962), El guateque (The party, 1968) o la inmortal saga de La Pantera Rosa –de cuyo filme inaugural tratamos aquí- Edwards se consagró como un vigoroso y sagaz director que se empleaba a fondo para conseguir realizar cada una de sus películas. Tan a fondo, de hecho, que una de ellas consiguió hacerse un hueco en la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos como parte del ansiado Registro Nacional de Cine. Esa película no es otra que La Pantera Rosa (The Pink Panther, 1963).
Con ella dio origen Blake Edwards a la que ahora se considera una de las mayores franquicias de comedia de todos los tiempos, y mucho antes, por cierto, de que las franquicias se convirtieran en norma. Protagonizada por el icónico Peter Sellers como el inspector de la Sûreté, Jacques Clouseau (Peter Sellers), cuenta la historia de dicho inspector en su trepidante aventura italiana para tratar de evitar que un ladrón conocido como «El Fantasma» robe el inestimable diamante de La Pantera Rosa. Desde su comienzo en la India, con la princesa Dahla, todavía niña, recibiendo una gema rosa de su poderoso padre, la trama se desplaza hasta veinte años más tarde, momento en el que la princesa ha crecido y se ha exiliado después de un golpe de estado militar que ha provocado la anexión de su país. El nuevo gobierno reclama el preciado diamante como propiedad del pueblo, pero Dahla (Claudia Cardinale), ahora adulta, se niega a renunciar a su joya y huye del país, recalando en una extravagante estación de esquí sita en Cortina d’Ampezzo, al norte de Italia.
Durante esta estancia, la princesa conoce a otro lujoso huésped del complejo: Sir Charles Lytton (David Niven), un elegante y coleccionista inglés que resulta ser el célebre ladrón de joyas. También se encuentran allí Simone, la esposa del inspector (Capucine) y el sobrino del ladrón de joyas, George (Robert Wagner). De alguna manera, Blake Edwards se propuso establecer a los personajes principales en un mismo escenario sin que la mayoría de ellos lo sepan. Todo ello en una película cuyo envidiable sentido del humor se acrecienta a medida que avanza, con algunos enredos ya clásicos en el dormitorio de los Clouseau, ya que el torpe inspector no se da cuenta de que Sir Charles y su sobrino se están escondiendo allí con la ayuda de Simone, o también hilarantes travesuras en el baile de disfraces de la princesa, con Clouseau vestido con una armadura vetusta –por cierto que será una armadura la que dé lugar a un magnífico gag en La Pantera Rosa ataca de nuevo (The Pink Panther strikes again, 1976)-, y tanto Charles como George disfrazados de gorila mientras intentan robar el valioso diamante. A esto le seguirán una alocada escena de persecución en coche, en la que los conductores siguen llevando sus disfraces, ante el desconcierto de un anciano que es testigo de la locura, y todo ello para terminar con un escenario en el que Clouseau es inculpado, finalmente, por el robo de la joya.
Queda claro, pues, que La Pantera Rosa es, ante todo, una farsa que, cuatro décadas después, mantiene viva su frescura inicial. El guión de Maurice Richlin y Blake Edwards se basa en la premisa infalible del slapstick o comedia física, pero estructurada sobre un fondo de elegancia, en cierto modo la misma fórmula que durante tantos años maravillosos mantuvo a Margaret Dumont como elemento básico de las locas retretas de los Hermanos Marx. Si uno piensa en el elegante ladrón que encarna Niven no tardará en ver que, desde la época de los Keystone Kops, los ladrones de joyas no habían sido tan duros y pertinaces. La comedia es el ingrediente principal de La Pantera Rosa, pero Edwards le provee de una mayor aceleración con elementos de sexo, suspense y sofisticación.
Empero, no podemos quedarnos tan sólo en el elemento cómico. En Edwards hay siempre sapiencia técnica, algo que queda patente a partir del mismo inicio: habrán de transcurrir quince minutos desde que comienza la película para que el público tenga alguna idea de lo que tiene lugar ante sus ojos. Y más de media hora antes de que Edwards reduzca la velocidad lo suficiente como para permitir que la cámara se detenga más de cinco minutos en una sola escena. El estilo es nítido y recortado, con grandes gags visuales que funcionan por sí solos y, en la gran mayoría de las secuencias de la película, el toque Edwards lo es, sin otra cosa, en tanto que pleno de seguridad y sutileza.
Amén de todo lo anterior, y pese a ser una película sobre robos en la que interpreta a un honrado policía, es Peter Sellers quien deviene el ladrón de escenas más escandaloso, con su perenne interpretación de uno de los personajes más antiguos del mundo: el tipo con dos pies izquierdos, el aspirante a caballero del mundo que se mueve despreocupadamente para encender un cigarrillo en un momento de crisis, y se acaba encendiendo la nariz. El personaje se establece en la primera escena en que aparece Sellers, con ese choque consciente entre el rígido formalismo de Edwards y la necedad de Clouseau, que ya se apodera, sin remedio y hasta el final, del mecanismo cómico de la película: el policía se levanta de su escritorio (símbolo de autoridad), cruza hacia un globo terráqueo (símbolo de conocimiento), lo hace girar sin propósito (símbolo de pretensión) y, apoyándose en él, pierde el equilibrio y se estrella contra el suelo (símbolo concluyente de su absoluta torpeza). Cabría esperar que la cámara se desplazara hacia abajo con su caída o que cortase la escena para ver su reacción, pero Edwards no hace nada de eso. En su lugar, el objetivo permanece constante, congelado como una madre obstinada que espera a su hijo. Con apatía, Edwards deja que Sellers caiga fuera del encuadre y luego aguarda, sin inmutarse, mientras vuelve a entrar en él. Situar el momento del impacto fuera de la pantalla (sólo lo oímos) permite al director crear la ilusión de que Clouseau ha caído más lejos de lo que realmente ha sido. Al romper la línea del fotograma, la caída de Sellers está supeditada a la ilusión de haber alcanzado una mayor distancia física, lo que, potenciando lo absurdo del error, hace que el gag sea mucho mejor. Pero también hay un propósito muy práctico en mantenernos alejados del momento del impacto.
Al protegernos de la violencia, Edwards nos ha alejado del dolor de Clouseau, de forma que cualquier daño que haya sufrido resultará meramente abstracto y podremos reírnos sin culpa.
Como puede verse, la invención de Edwards es rica y variada, y Sellers interpreta cada momento con el inexpugnable candor de la que es siempre una eterna víctima de sí mismo. Es difícil, pues, con esta premisa, que el espectador de comedias más curtido quede decepcionado. Cierto es que el personaje de Clouseau no funcionaría tan bien si se dedicase, simplemente, a hacer el ridículo o a jugar al mínimo común denominador, en cambio, mantiene un aplomo constante, trabajando con una rectitud y una dignidad intactas. No existe en sus actos vergüenza alguna por su desmaña y lo que, de otro modo, resultaría lamentable, al no jugar con el espectador en busca de compasión, se deriva en una humanización del personaje: un humilde policía que se aferra a la vida y que muestra cómo esta debe seguir adelante por muchos percances que se encuentre.
Tal vez la expresión más brillante y comprimida del frágil estado de la seguridad humana –uno de los temas primordiales del cine de Edwards- es Clouseau, quizás la invención clave del canon de Edwards, no sólo por su encarnación de ciertos aspectos de su método de comedia. El Clouseau de Sellers es, en gran medida, divertido por su sostenida fe en sí mismo, incluso frente a los más escandalosos desafíos a su placidez interior. Por ejemplo, si estudiamos el contraste con Sir Charles Lytton, que es reprendido con bastante eficacia durante la cena por su reputación de Don Juan, que asume con destreza pero sin intentar refutarla, mientras que Clouseau sólo nos parece un pobre pazguato si observamos, por un instante, su pasión romántica, tan fuera de lugar, por su esposa. La desconfianza que Clouseau profesa hacia todo el mundo es paralela a su inagotable fe en la inocencia de sus mujeres, frente a toda lógica que indique lo contrario. Puede ser abierto de mente hasta el punto de ser irracional. Tiene cierto sentido cómico que al final se intercambien los papeles, confundiendo a Clouseau con el famoso ladrón. La Pantera Rosa fue la demostración más convincente de Edwards hasta la fecha de que el slapstick y la sofisticación no eran incompatibles.
Clouseau mantiene su dignidad a pesar de los innumerables desafíos a su aplomo, porque la imagen que tiene de sí mismo, aunque sea engañosa, es tan segura que lo hace imperturbable, como si, de alguna forma, sentase las bases para el Bakshi de El Guateque. En una distorsión cómica del tema central de Edwards, Clouseau se mantiene fiel a un sentido de orden interior que, por absurdo que sea, puede prevalecer sobre el orden de la sociedad, que a menudo resulta ser corrupto, insatisfactorio y, en última instancia, igual de caótico. Dado que el caos es inevitable, debemos encontrar nuestro propio sentido del orden, en lugar de aceptar la inevitable desintegración que opera tras los sistemas impuestos de disciplina social. Edwards observa, de forma muy característica, el lado ridículo de la anarquía personal, al tiempo que aprueba sus efectos liberadores.
La acción del destino puede ser imprevisible, pero los Clouseau de este mundo sobreviven de algún modo con su sentido de la seguridad en sí mismos intacto. El tipo de galantería anacrónica de Clouseau determina sus modales y conducta elaboradamente desastrosos. Su solicitud procede de su sentido de su propio carácter y de cómo debe funcionar, independientemente de la situación que se presente. En un mundo en el que pueden producirse el tipo de catástrofes cómicas urdidas por Edwards, ¿quién puede decir que la de Clouseau no es la respuesta adecuada? El mundo creado por Edwards en el que se desenvuelve Clouseau no es, evidentemente, real, sino una extraña abstracción que ilumina las excéntricas percepciones del director sobre el comportamiento y el potencial del desastre.
Por cierto que, dado que la de Edwards es también una película sobre los modales, convendría decir, antes de nada, que estos constituyen la superficie que el yo presenta al mundo, y pueden funcionar como una defensa, una máscara, una respuesta o un desafío a la sociedad. Es significativo que los modales no pueden dominar ni controlar una situación, pero sí proporcionan un medio para mantener la imagen del yo en cualquier confusión. Los modales son una forma de supervivencia. Dentro del tipo de mundo que Edwards postula –sin corazón, cruel, peligroso, impredecible, caprichoso, arbitrario- los modales de cada uno representan los medios por los que esos personajes han resuelto gestionar sus caminos a través de este mundo. En este sentido, proyecta la filosofía de Lubitsch hacia adelante en el tiempo, en lugar de hacia atrás, y su estilo visual distintivo representa una respuesta apropiadamente moderna al mundo tan diferente al que aplica sus artimañas.
Pero volvamos al resto del reparto que, por su parte, está a la altura de Sellers: David Niven, como el playboy otoñal que roba corazones y diamantes con igual habilidad y Robert Wagner, su joven sobrino, que desea continuar con la profesión familiar, y aparenta sentirse a gusto en esta compañía. Capucine, la señora Clouseau, y amante de Niven, una de las actrices más hermosas de la historia, elegante y misteriosa con rasgos patricios clásicos y una personalidad independiente e inconformista. Lo curioso es que ni Sellers ni Capucine fueron los elegidos en un principio, sino nada menos que Ava Gardner y Peter Ustinov. Cuando las exigencias de Gardner no pudieron ser satisfechas, la actriz abandonó la película, y Ustinov no tardó en hacer lo mismo, así que ambos fueron una elección de última hora y lo mismo la idea de Sellers para convertir a Clouseau en un cómico despistado. Por último, pero no menos importante, Claudia Cardinale, con su estilo y su belleza despreocupada, felina mirada, voz ronca e inolvidable, y una de las más grandes y admirables actrices que han aparecido en la pantalla, que aquí da vida a la deliciosa, carismática princesa Dahla.
La fotografía en Technirama-Technicolor de Philip Lathrop recorre una gran variedad de interiores y exteriores sacando gran partido a todos ellos, y un ritmo en sus interiores que ayuda mucho al devenir de la fresquísima comedia que aquí se nos ofrece. La partitura de Henry Mancini es quizás una de las mejores que ha compuesto nunca, un contrapunto atrevido y cínico a la acción que se desliza con gracia por muchos estados de ánimo diversos mientras mantiene un punto de vista dominante, al que ayudan los solos de saxo tenor de Plas Johnson. El montaje de Ralph Winters es muy preciso y hace que una secuencia, en la que una alocada persecución en coche se ve a través del punto de vista de un observador sin palabras, se transforme en un pequeño clásico atemporal, así como las inapagables dirección artística de Carrere y la decoración de los decorados de Allen, Stevens y Breschi, al aportar una elegancia visual que realza los gags. Los imaginativos títulos principales, a cargo de DePatie-Freleng Enterprises, terminan por redondear un ambiente perfecto.
Innegablemente, es esta primera película de la serie una de las mejores, también porque evita los excesos cómicos de las entradas posteriores, por divertidos que estos resulten y, a diferencia de la mayoría, presenta una trama bastante bien estructurada. Como curiosidad, debe consignarse aquí que Blake Edwards pretendía que ésta fuera una película de comedia directa, una oportunidad para que David Niven retomara el papel de ladrón que había interpretado anteriormente en Caballero y ladrón (Raffles, 1939), una de las obras maestras de Sam Wood. Sin embargo, las cosas resultaron algo distintas cuando se hizo evidente que Peter Sellers era el centro de la comedia de la película e iba a robar el espectáculo del resto del reparto con gracia y, sobre todo, pasmosa facilidad.
Aunque, si se piensa, y a diferencia de la saga, Sellers desempeñaría originalmente un papel secundario en la trama, el actor domina la película de principio a fin y resulta divertidísimo como el accidentado inspector. El éxito de la película, pues, se atribuye en gran medida al cómico inglés, por lo que no tardaría Edwards en empezar a reescribir su siguiente película –la primera (y mejor, junto a La Pantera Rosa ataca de nuevo) de las siete secuelas- El nuevo caso del inspector Clouseau (A Shot in the Dark, 1964), una adaptación de la obra de teatro de Harry Kurnitz y Marcel Achard, para incorporar a Clouseau. También es la secuela que presenta, por primera vez, a los eternos personajes del comisario Dreyfus (Herbert Lom) y al fiel Cato (Burt Kwouk). Además, el entrañable personaje conocido como La Pantera Rosa, que aparece en los títulos iniciales, se convertiría en la estrella de su propia serie de animación, El show de La Pantera Rosa, producida por David H. DePatie y Friz Freleng entre 1964 y 1977, que utilizaría el conocido tema de Mancini y que obtuvo, por cierto, la única nominación al Oscar de la película.
A veces, contenida comedia de salón y otras, farsa desenfrenada, al estilo de los Hermanos Marx, pero siempre, en suma, obra maestra de imperecedero encanto, mayor frescura y menos formulista, en comparación, que las siguientes películas de la serie, sigue teniendo un final sorprendente y melodramático hasta cierto punto: no con el prodigioso Clouseau resolviendo el crimen y atrapando al verdadero ladrón, según los elementos narrativos vigentes hoy en día, sino siendo llevado a la cárcel tras su inculpación en el robo, mientras, ante nuestros ojos, se ha desmenuzado y diseccionado la clase alta inglesa y sus reglas. De tal forma que La Pantera Rosa le sirve a Edwards para incidir en su tesis personal: el reconocimiento de que la naturaleza de los acontecimientos es, a menudo, el capricho de la naturaleza, pero pueden resolverse de una forma u otra. El mundo es un lugar hostil y cada uno debe encontrar esas partículas de valor personal. La lucha no consiste tanto en aferrarse a las fantasías propias como en desprenderse de ellas, en vislumbrar el mundo de la forma más veraz posible y dominarnos a nosotros mismos superando cada posible escollo. A partir de esta lucha, y empezando con la película que homenajeamos aquí, Edwards ha creado algunas de las obras más divertidas y verdaderas que han surgido en los años de declive del arte de Hollywood.
Y no quisiera concluir estas notas sin un recuerdo especial a la cantante de los sesenta Fran Jeffries y su número «Meglio stasera (It Had Better Be Tonight)», escena fabulosa y divertida cuyos tres minutos capturan las esencias de los elegantes años sesenta y sirvió, valga esta anécdota personal, para endulzar algunas de las veladas cinematográficas de mi infancia. Pero volvamos a ella: es una noche fría en Cortina d’Ampezzo, en la que toda la élite adinerada ha aparcado sus trineos (y Rolls Royce) fuera para reunirse en torno al fuego de la fondue. Jeffries, interpretando el personaje de una prima griega, se levanta para amenizar la velada. Por suerte para ella, un simpático grupo de italianos con jerséis peludos también toca la percusión (y el acordeón) y se complace en llevar el ritmo mientras ella hace lo suyo alrededor del fuego.
El primer minuto de la canción es, en verdad, un prodigio de dirección. La cantante domina el primer plano a la izquierda, mientras sirve para enmarcar a los personajes principales (Niven, Wagner, Capucine y Cardinale) que están sentados a la derecha. Mientras baila, interactúa con los miembros más importantes del reparto, embelesados con su fabulosa actuación, y es capaz de conseguir que Clouseau, tratando de bailar, resulte más hilarante que nunca. Rodada en una sola toma, toda esta secuencia es sorprendente y enérgica, y, de alguna forma, espolea con viveza la comedia de Edwards.
Una, en fin, de las mejores películas de todo el siglo XX.
Ficha técnica |
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