A Beatriz Díaz
Se fue sin despedirse. Volvimos del colegio y ya no estaba. Se había marchado después de otra pelea –una de tantas–, solo que esta vez había pasado un mes y seguíamos sin tener noticias de él. Mamá tampoco sabía nada. Hablaba poco. No hablaba nada. Andaba como sonámbula y ni nos regañaba cuando discutíamos. Únicamente se disgustaba cuando salíamos al jardín y se ponía hecha una fiera si nos acercábamos demasiado al cobertizo. Nos encerrábamos entonces en nuestra habitación y jugábamos con los cromos o pintábamos con las ceras. Hasta que nos llamaba para cenar. Dejábamos lo que fuera, íbamos corriendo a lavarnos las manos y nos sentábamos a la mesa sin todavía atrevernos a preguntar por qué, desde que nos quedamos solos los tres, siempre había croquetas de segundo.