Has fijado la vista en la taza de café sin dejar de reparar en la camarera que te ha servido, que tiene la piel morena como una reina de África. El efluvio punzante de la bebida y el canto que murmura la mujer te trasladan en una ensoñación hasta la sabana. Ahora eres un leopardo que husmea al alba en busca de su presa. Corres. Corres hasta que el paisaje se difumina bajo un sol ardiente y temes el estallido inminente de tu corazón. «Es mía. ―dices― La he encontrado». Pero solo aciertas a atisbar una gacela que se escabulle por la puerta abierta del bar.