Roba campurrianas y leche condensada de la despensa de las monjas y las comparte luego con las demás compañeras. Las meriendas improvisadas así son, para ella, los únicos momentos gratos dentro del internado. Tan larga e intolerable se le hace la semana en el colegio que, cada viernes por la tarde, se salta las clases y se escapa al cine.
Siempre echan pelis de caníbales. En programa doble.
Se adentra en la penumbra de la sala con la misma precaución con la que lo hacen los exploradores de las películas. Huele raro, a cerrado, pero imagina que es a bestia, a elefante, a rinoceronte, a cocodrilo. Evita al acomodador subiendo con decisión por el pasillo porque intuye vagamente en los ojos del muchacho uniformado, iluminados de manera indirecta por la linternita que usa, una mirada con intención de antropófago. El zumbido del motor del proyector le recuerda los misteriosos ruidos que acechan más allá de los claros de la selva y su haz de luz es como los rayos de sol que se filtran a través de las ramas más altas de la jungla.
Ya a salvo de todos los peligros, se sienta cerca del extremo de una de las filas de atrás, dispuesta a vivir, de nuevo, las aventuras de los caníbales en sesión continua. Entonces se sienta a su derecha un señor, el mismo señor calvo y carraspeante de siempre, que la invita con voz queda a apaciguar, a domesticar, le dice, la serpiente que guarda en el bolsillo de su pantalón. Y ella se emplea a fondo y la acaricia con gusto para amansarla hasta que él dice basta. No porque los movimientos del crótalo o los ahogados gemidos del caballero le produzcan satisfacción alguna sino porque el hombre nunca deja de darle, al final, dos campurrianas, a veces tres, que se come luego en la parada del autobús donde, más tarde, la recogerá su padre para llevarla consigo al pueblo el fin de semana.