Levanta el zapato izquierdo y lo apoya en el asiento de enea de la silla. Toma impulso y sube el derecho. Ambos zapatos se alinean, paralelos, con las puntas mirando al respaldo. Dando pasitos laterales mínimos, sincronizados como los de una muñeca o los de un robot de juguete, consiguen dar un giro de ciento ochenta grados. Ahora son los tacones de los zapatos los que quedan justo delante del respaldo de la silla. Permanecen así unos segundos. Inmóviles durante un minuto. Como si estuviera cambiando una bombilla que no cesa, a pesar de todo, de parpadear.
La silla cae con estruendo cuando el zapato izquierdo propina una patada al respaldo. Los zapatos, sin embargo, no la acompañan sino que quedan suspendidos en el aire. Experimentan breves sacudidas. Breves pero violentas. Sincopadas. Tanto es así que uno de los dos zapatos, concretamente el derecho, acaba desprendiéndose, sale despedido y cae también. Rebota contra el suelo y queda boca abajo. En la suela se lee el número y su factura italiana. Para entonces, ambos pies, el que conserva el calzado y el otro, el del calcetín granate, han dejado de agitarse. Ahora se mecen de manera rítmica, en un vaivén cadencioso e hipnótico que dentro de un minuto, aproximadamente, cesará.