Texto colaborativo elaborado entre las componentes de la sección feminismos de esta casa. La ciencia ficción, como todo, será feminista o no será.
Se avecina tormenta y, sin embargo, me quedo sentada. Esperando. Esperando que la lluvia lo limpie todo. Quizás incluso me limpie a mí. Las gotas empiezan a caer.
Lo que hace unos minutos eran gotas, ahora son un torrente. Cierro los ojos e imagino cómo sería dejarme llevar por esa corriente de agua extrañamente cálida. Nadar en ella plácidamente, desnuda, ligera. Sentir en la piel el sol de primavera, la vitalidad de la hierba que crece bajo él, el azul intenso de los horizontes despejados. Esa agua diluiría la costra vítrea que provoca el miedo, el sabor del fango en la boca, la viscosidad de aquel momento asqueroso en el que yo no quería estar. La vergüenza, la vergüenza de no haber salido corriendo, eso también se lo llevará el agua. Y la culpa.
Abro los ojos y la realidad se agolpa ante mis retinas. No es una tormenta, sino mis lágrimas que se abren paso como un géiser.
¿Cómo no sentirse así? Desde que se cumplió el vaticinio del oráculo todo escapa a mi control. Mi cuerpo ha pasado a formar parte de esta tierra seca y parda. Intento ver belleza en la sequía, apreciar en cada pequeño arbusto el milagro de la vida, la contingencia de la belleza y su frágil equilibrio. Aunque realmente siento una tremenda pena por todo lo que lucha por sobrevivir en este desierto. Como si mi propia visión de todos estos organismos vivos fuera el preámbulo a su desaparición. El roce de la derrota tras cada combustión de dióxido de carbono.
Mientras me pierdo en mis pensamientos, las chizu me rodean.
Me rodean y miran con sus pequeños ojos. Ojos debajo de esas coletas de pelo, que me recuerdan a una fuente esplendorosa. De pelo. Me viene a la cabeza que tengo que depilarme. No vaya ser me lleve otra mirada reprobadora de mi compañero de trabajo. Al que por cierto, le salen caracolillos que parecen hilo grueso y enredado por la apertura de la camiseta. La aletoriedad del vello, según dónde nazca y en quién, así será exterminado o respetado. Pasa lo mismo con los árboles y con las personas. Un ladrido de Manoli me saca de mi prerorata mental. Ella nota cuando estoy aquí, o cuando estoy solucionado el mundo en un rictus que sólo permite un parpadeo de cuando en cuando. Vuelve a ladrarme. Tiene razón, a veces es mi manera de evadirme de mis tristezas. Pensar en otras ajenas que me permitan sentirme más capaz de hacer. Manoli me conoce como si fuese mi madre. O mi psicóloga. Espera. ¿Será mi psicóloga reencarnada? Otro ladrido. Tiene razón, me estoy volviendo a ir. Es increíble lo de esta perra. ¿Y si no es una perra cualquiera?¿Y si es especial? La rescaté de al lado de un laboratorio, lo mismo…¡Wof wof! Vale. Paro.
Despierto agitada. Me doy cuenta que otra vez estaba soñando con el pasado. Con mi perra, mi última compañera, antes del colapso. Hace ya demasiado tiempo que no encuentro otra vida que no sea la de esos pequeños arbustos y hierbajos, que se han convertido también en mi alimento. Siempre que descubro alguna planta nueva, compruebo que aún conservo la capacidad para el asombro, y que es ésta la manifestación más concreta de mi instinto de supervivencia. Día tras día, me aferro al asombro para que no se adormezcan mis sentidos.
Sigo pensando en Manoli, recordando la enorme capacidad que tenía para entender rápidamente lo que yo estaba pensando, cuando de repente, entre dos piedras, veo una pelusa que se sacude con el viento. Me doy cuenta que se mueve de una forma un tanto extraña, alternando el temblor con la quietud de una forma tan rítmica que empiezo a pensar que es algo vivo. Hace tanto tiempo he dejado de ver aves que no recuerdo si, en algún momento de mi vida pasada, vi alguna como esta que ahora, en este territorio arrasado y desértico, contemplo incrédula. Recuerdo nombres y los repito en voz alta a ver si alguno me resuena con este bicho de plumaje todavía apelusado:
– Peregrino, quebrantahuesos, abubilla, mirlo, vencejo, cuervo, colibrí, avutarda, pinzón, alcaraván.
No funciona. No consigo asociar ninguna de esas palabras con el pequeño pájaro que tengo enfrente. Incluso hay algunas que soy incapaz de relacionar con algo real y me pregunto si no me las estaré inventando, o si en realidad pertenecen a objetos que también he olvidado. Sin embargo, sí recuerdo los fragmentos de una canción: «sentado en el río, sobre un viejo tronco vi que un pajarillo quería cantar pero estaba ronco. Lloraba de pena y en mis manos le di de beber agüita del río con hojas de menta.» Entonces, como en un trance, vuelvo a llorar y descubro lo que debo hacer. Cojo unas hojitas de un arbusto cercano, recojo entre mis manos mis propias lágrimas y le acerco esta poción improvisada al pajarillo, que bebe y bebe mientras me mira. Es entonces cuando me doy cuenta que nos hemos encontrado y que ahora somos dos sobreviviendo.