«¡Cuánta fuerza y que poca puntería!», pensó mientras esbozaba en el lienzo las parejas de ancianos que se sentaban, aún cogiéndose de la mano, en los bancos de aquella tarde en El Retiro. «Increíble. Tiene que ser una farsa: ella, alta como una jirafa, y él minúsculo a su lado (parecen las once y diez); él, esbelto como un fideo, y ella, una oronda pelota (un diez claramente marcado); ella, una cotorra, y él, mudo (la radio encendida)…» Su corazón se aceleró desacompasado. Recogió con rabia el caballete cuando asomó la primera lágrima proveniente de su corazón ileso. «Cupido tenía que ser miope».
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