Elena Bethencourt, tinerfeña, es Licenciada en Filología y docente de inglés. De pequeña no tenía libros infantiles, pero leía todo lo que había por casa, desde las novelas del oeste de un tal Marcial Lafuente Estefanía hasta El Quijote, pasando por las Mil y una noches, La Regenta, Tiburón y todos los tebeos de los niños de su calle, que la transportaban a otros mundos.
Ya destacaba con sus escritos durante su etapa de estudiante, pero no fue hasta hace unos años cuando decidió escribir historias con las que ha ganado numerosos premios: finalista tres años consecutivos en Relatos en Cadena; ganadora del concurso de Relatos con Banda Sonora de la SER; segunda en el Certamen de Cuentos de Madrid Sky; primera en el concurso de Relatos Navideños de Zenda y Premio Nacional de Poesía Infantil Charo González con su poema Mar.
En este último año ha ganado el Certamen Carmen Alborch de microrrelatos, el ELACT de Cartagena, el concurso de relatos del Café Central de Madrid y el Premio de Relato de Arona de las Artes y las Letras entre otros.
Acaba de publicar una recopilación de sus microrrelatos, Cuando se derrama el mar, (Ger´s Books, 2023), y ha sido incluida en el libro Equilibristas. Nuevos autores del microrrelato español (Ed. Trea, 2023).
Elena ha elegido los siguientes relatos de su libro para compartirlos con los lectores de nuestra revista:
Carretera de la costa
Eran tantas las ganas de mar que alguien empezó por pintar en su fachada una flecha con el cartel «A la playa». Otro colocó «Carretera del litoral» doscientos metros más allá y así decenas de letreros hasta señalizar por completo aquel pueblo de interior.
Los domingos las mamás llenaban las neveras portátiles con bocatas de tortilla y refrescos, metían la familia al completo en la furgoneta y seguían los carteles. La caravana daba veinte veces la vuelta a la localidad. Los niños pasaban las primeras dos horas preguntando ¿cuándo llegamos?, las abuelas decían que pronto, que ya sentían la brisa marina. En los atascos las mujeres cuchicheaban de ventanilla a ventanilla. De vez en cuando paraban en los chiringuitos recién abiertos a lo largo de la ruta. Los mayores aprovechaban entonces para gozar del sol y los adolescentes para flirtear con las muchachas: «Cuando lleguemos, te voy a besar en la orilla». «Mejor en los labios», respondían ellas desintegrándose como si fueran espuma nada más.
Al anochecer volvían a casa más morenos y cansados, sin haber pisado la playa, pero con la ilusión intacta de que, al domingo siguiente, conocerían por fin el mar.
Ensayo y error
En la sexta planta del hospital, la enfermera me coloca la goma elástica en el brazo. Es la primera vez. Tengo miedo, pero mamá está conmigo. Siento la aguja entrar y veo cómo extrae la sangre. El mundo se desvanece y pierdo la conciencia.
Me despierto en la sexta planta de un edificio abandonado, la goma elástica sigue en mi brazo, la aguja también. Han pasado veinte años. El mundo se desvanece: tengo miedo. Es la última vez y mamá no está.
El cambio
Me aburría la vida acomodada con tantas cenas de sociedad y personas vacías. Deseoso de un cambio, decidí probar eso que llaman «abrir el corazón» y dejé el mío de par en par. Entraron unos niños hambrientos primero, luego mujeres desamparadas, hombres sin te-cho, obreros sin sueldo. Me divertía aquella algarabía de gente vulgar con problemas cotidianos, pero —pasados unos meses— perdí el interés y les pedí que se marcharan. Como no querían, cerré las puertas y los dejé dentro. Ahí siguen, haciendo ruido. Para mí ha sido un gran cambio, ahora finjo no oírlos, antes solo fingía no verlos.
(Ganador Relatos con Banda Sonora de la SER)
Líneas coincidentes
Ayer, en el metro, conocí y perdí a la mujer de mi vida.
—Vaya, estás leyendo la misma novela que yo —le dije.
Sonrió. Charlamos. Le encanta el flamenco, yo fui bailaor. Le apasiona la montaña, yo escalo. Los
helados de coco le chiflan, a mí me gusta el coco hasta en el jabón. Es aparejadora; yo,
arquitecto. Me pidió mi número. Me apresuré a inventármelo —como todo lo demás—, pero me
juré, ante su inminente pérdida, que nunca volvería a ser el imbécil que soy.
—Por cierto —dijo antes de bajarse—, me llamo Amada, ¿y tú?
—Amador.