Hoy nos visita en Amanece con… David Vivancos Allepuz (Barcelona, 1970), uno de nuestros colaboradores habituales en la sección de microrrelatos. David es autor de Història del Club d’Escacs Sant Martí (Ajuntament de Barcelona, 2005); de los libros de cuentos de temática ajedrecística Mate en 30 (Ajuntament de Barcelona, 2004), Las jugadas intermedias (Letras de Autor ; IDC, 2015) y Veinticuatro miniaturas rusas (Caballito de Acero, 2019); y de los libros de microrrelatos Cruentos ejemplares y otras microficciones (Seleer, 2012), Producto interior muy bruto (Enkuadres, 2016), Lo peor de que lleve dos días seguidos sin parar de llover (Quarks Ediciones Digitales, 2020) y Los extraños casos : Holmes, Watson & Hudson S.L. (Pez de Plata, 2022). En el año 2013 ganó la segunda edición del certamen anual de La Microbiblioteca. En la actualidad, mantiene el blog Grimas y leyendas.
El autor ha tenido la amabilidad de compartir con los lectores de Amanece Metrópolis los siguientes relatos de su último libro, Los extraños casos: Holmes, Watson & Hudson, donde se recogen sesenta y cinco nuevos casos de un Holmes gamberro, cruel, histriónico, salvaje, mordaz, lacerante, brillante y un pelín despiadado.
El extraño caso de lord Kensington
Entraron en casa con la ropa arrugada y sucia, los zapatos embarrados, maldiciendo a Moriarty. Había estado jugando con ellos durante doce días mediante pistas falsas y mensajes equívocos dejados a nombre del detective en diferentes oficinas de telégrafo de media Inglaterra. De Londres a Cambridge, de Cambridge a Bristol, de Bristol a una aldea cerca de Plymouth, en la que les sorprendió una terrible tormenta. Resolviendo los enigmas que les iba planteando Moriarty, siguieron por toda la costa sur hasta los más sombríos tugurios de Brighton, donde se suponía que por fin darían con el paradero de lord Kensington. Tampoco allí hallaron al noble secuestrado y tuvieron que admitir que habían sido burlados. Se resignaron a volver a Londres con las manos vacías.
Corrió, solícita, la señora Hudson a ayudarlos con los abrigos. «Ah, Moriarty, Moriarty, ¡me las pagarás!», bramó Holmes, quien se retiró a su habitación sin dar más explicaciones que el portazo que retumbó en el piso superior. Watson, también contrariado, anunció que se daría un baño y pidió a la señora Hudson que le preparara una cena fría y frugal. El ama de llaves se deslizó hasta la cocina, sacó fiambre de la alacena y celebró secretamente el pequeño juego de pistas que había ideado con ayuda de sus amigas del bridge, gracias al cual había podido disfrutar, por fin, de casi dos semanas de paz y tranquilidad.
El extraño caso del baño caliente
El doctor Watson volvió a casa tras un duro día de trabajo. Al oírlo entrar, la señora Hudson acudió al recibidor. Watson se quitó el abrigo y le pidió que le preparara un baño caliente y el Telegraph y unos emparedados para después, ya que apenas había probado bocado en toda la jornada. La señora Hudson calentó el agua, dispuso las toallas, las pantuflas y el albornoz, y avisó al doctor, quien irrumpió en la estancia con la camisa arremangada y los tirantes colgando. Creía que estaba ya en la cocina, se disculpó, pudoroso y atolondrado, por presentarse de esa guisa. Ella le restó importancia al hecho con una leve sonrisa. Antes de retirarse, dejó la lámpara de gas al gusto de Watson y se dispuso a abandonar el cuarto de baño.
—Por cierto, señora Hudson, ¿sabe dónde está Holmes?
—Anda probando un nuevo disfraz, querido Watson.
El extraño caso del líder laborista descuartizado
—¿Los miembros del partido han sido ya reunidos?
—¿Para interrogarlos?
—Creo que no me ha entendido, Watson.
El extraño caso de la dama voluptuosa
Al inclinarse para darle el anónimo, a la dama voluptuosa se le ahuecó el escote de forma involuntaria.
—Apelo a su discreción, señor Holmes. Llevo un tiempo recibiendo este tipo de notas subidas de tono, con proposiciones indecorosamente explícitas en todas ellas. Quiero, a toda costa, evitar el escándalo: por eso he recurrido a usted y no a la policía —confesó, ruborizada.
—Hum. —El detective estudió la nota sin mostrar demasiado interés por la dama—. Estas cartas manuscritas acostumbran a darnos gran información sobre sus autores. Mucha más de la que la gente cree. El papel es de calidad, así que podemos deducir que nuestro anónimo escritor es un hombre respetable. En apariencia, quiero decir. De buena familia, para entendernos. Por el tipo de letra, complicada de leer, me inclinaría a pensar que se trata de un abogado o de un médico. Diestro, posiblemente, porque la escritura es limpia y la mano de los zurdos con frecuencia emborrona las palabras recién garabateadas sobre el papel. —La dama seguía con atención el argumentado razonamiento del detective—. Aventuraría que sufrió una lesión en la mano derecha durante su juventud. Una fractura deportiva. Pudo jugar, con probabilidad, en el equipo de rugby de su universidad. Estaríamos, entonces, ante un hombre de mediana edad y recia constitución, de cuello grueso y fuerte… un hombre de mandíbula cuadrada… bien parecido… con bigote… ¡Maldita sea! —bramó Holmes y dio un fuerte puñetazo en la mesa—, ¿es que otra vez ha vuelto a las andadas? ¡Es usted incorregible, Watson!
El extraño caso de lord Carnwath
Watson certificó que el hombre estaba muerto. No se observaban en él signos de violencia. Holmes se inclinó sobre el cadáver de lord Carnwath y recogió de la alfombra la pipa Author del abogado cuyo cuerpo yacía junto a la chimenea encendida. Observó el caño y el estrechamiento de la cánula con detenimiento, estudió la cazoleta, olió las rizadas hebras antes de llevársela a la boca. Dio una, dos, tres caladas. Asintió. La pipa no se había apagado aún, tal y como había supuesto, circunstancia que le ayudó a determinar el momento preciso de la muerte. Presionó ligeramente el tabaco con su propio atacador. Watson, entretanto, tomaba notas en un cuadernillo. Las densas volutas de humo ascendieron formando caprichosas figuras en el aire enfermo de la estancia. Aspiró reflexiva y uniformemente mientras estudiaba la disposición del tintero y de las cuartillas sobre el escritorio, mientras trataba de comprender por dónde había huido el asesino de un estudio sin salida aparente. El humo dulzón pareció disiparse con la pausa de los movimientos de Holmes y perdió altura, descendió suave y envolvente hasta enroscarse alrededor del cuello del famoso detective.
Le preguntó Watson si conocía ya el nombre del asesino y un elemental agónico se ahogó en la garganta de Holmes, que perdió, a continuación, el sentido. El doctor corrió hacia él, le tomó la muñeca y trató, sin fortuna, de encontrarle el pulso.