Salió de la consulta con una sonrisa tranquilizadora de #supermamá para que los niños #infanciafeliz no se asustaran. No había podido dejarles con su madre #abuelachachi esa tarde, precisamente esa. Les había prometido que irían después a la heladería de la plaza #Pecadosicecreams, y hacia allí se dirigieron y se sentaron en la terraza. El sol iluminaba los edificios y la gente parecía feliz en #mibarriobonito, pero estaba segura de que solo era #postureoforever. Paula pidió una tarrina de fresa, Dani de vainilla, #tanigualesytandistintos, y ella decidió mandar de golpe a la mierda todos los martirios a los que se sometía ―#azúcarzero, #lahoradelgym, #ensaladaeveryday, #cuarentonasbuenorras― y comerse un cucurucho doble de chocolate con nata.
Reprimió una lágrima de #estoydebajón. ¡Qué porquería de vida! Miró a sus hijos y se mordió el labio. No les diría nada, por supuesto. Ni a su familia. Ni lo compartiría en el grupo de amigas de Whatsapp (#todascontigo, #tequeremos, #túpuedes). Nada de dar pena (#miprimeraquimio, #losuperaré). Mantendría sus perfiles en redes para que nadie sospechara. Aunque no le apeteciera, aunque se muriera por dentro. Como cuando lo de Andrés.
Porque saldría adelante, pero si su imagen virtual #Sandraereslomás se rompía, no tendría fuerzas para etiquetar todos los pedazos.