Nuestro profesor de baile es una persona bonita. Nos propone ejercicios sin darse tiempo a sí mismo a terminar de explicarlos, queriendo comunicar mucho, muy rápido y con un entusiasmo contagioso. Se desplaza a la esquina de la sala donde está el equipo de música y vuelve dando saltitos. Sonríe. Nos hace sentir cómodas y felices. Baila como un ser mitológico que vive en el bosque, come bayas y pasa el día retozando entre ninfas y faunos.
Empezamos la clase revolcándonos por el suelo. Son otras cosas las que hacemos, claro. Un calentamiento completo que aspira a ser estiloso al mismo tiempo. Pero, en la práctica, estamos tiradas en el suelo, nos retorcemos y nos llenamos de mierda la ropa y el pelo, y es maravilloso. A continuación, nos ponemos en pie delante del espejo. Nuestro profesor nos explica cuáles son las posiciones en ballet. Demuestra una fe candorosa al pensar que viéndolo a él vamos a ser capaces de colocar nuestro cuerpo en una postura remotamente parecida, pero lo intentamos. Hemos decidido que vamos a seguirle al fin del mundo.
En primera posición, hacemos lo que él llama un bosque de juncos. Es lo más parecido que hemos hecho nunca a “hacer una bella estampa”. Nos mecemos suavemente a un lado y a otro, sin mover los pies y moviendo muy poco los brazos. De vez en cuando un junco se dobla, lo que significa que una de nosotras hace un plié y vuelve a su posición. Al cabo de unos minutos nos sentimos un poco vegetales en el mejor de los sentidos.
Después volvemos a ser personas y bailamos house. Nuestro profesor trata de enseñarnos varios pasos y no somos capaces de reproducirlos todos. Nos damos cuenta de que tener que repetirlos despacio y descomponiéndolos en movimientos pequeños debe de ser para él como hacer lo mismo con acciones como tragar o hacer caca para una persona normal.
El siguiente juego consiste en mantener por parejas una conversación de manos, y luego una conversación de pies. Los gestos se desvinculan de los significados evidentes. La semiótica es otra; intentamos evitar el filtro de lo verbal. Resultamos ridículas y nos reímos. También nos reímos cuando fallamos estrepitosamente en el juego que viene a continuación, que consiste en seguir instrucciones: “un pie” para seguir usando el mismo pie, “otro pie” para cambiar y “dos pies” para usar los dos a la vez. Nuestro cuerpo desobedece al cerebro como si fuera una marioneta defectuosa, grandota y blanda.
Nos convertimos en un grupo que camina en la misma dirección en el juego de hombros paralelos. Debemos movernos de manera que la línea que une nuestros hombros sea paralela a la de la persona que lidera el grupo. A medida que giramos, esa persona cambia, de manera que debemos aprender a pensar como un banco de peces y no como un conjunto de humanas.
Nuestro profesor nos pide que agrupemos todo lo que hemos hecho en lo que llama “gran escena final”. Él es ahora nuestro público. En lugar de conversar con manos y pies, nos pide que cada una de nosotras haga un monólogo con su cuerpo contando cómo ha sido su verano. No soy capaz de contar mi verano con el cuerpo. No consigo hacer mucho más que moverme en círculos y negar con la cabeza. Pero no me desmorono.
La clase termina como empezó. Nos tiramos por el suelo, pero esta vez, en lugar de retorcer cada una su propio cuerpo, soba, gira, estira y agita el cuerpo de una compañera. Aprendemos a desbloquear cada una de las articulaciones de la otra. Poner el cuerpo en manos ajenas, dejar que otra persona nos manipule a su antojo, nos hace vulnerables. El mimo con el que cada una intenta tratar a la otra, las ganas de no dañar, de cuidar el cuerpo al que nos han dado acceso, todo ello crea una intimidad no mediada por palabras. Salimos de la sala sintiéndonos un poco más cerca de las demás y de nosotras mismas. Nos tomamos una cerveza y brindamos por el baile despacio.