
Nuestro invitado de este viernes es el microrrelatista Raúl Aragoneses (Mérida, 1978). Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca, desde 2005 trabaja como corrector en el Departamento de Publicaciones de la Asamblea de Extremadura, donde ejerce como jefe de la Unidad de Corrección y Asesoramiento Lingüístico. Es autor del álbum ilustrado Me llamo Jorge (2010, Asamblea de Extremadura) y del libro El infierno comunica, publicado por la editorial extremeña De la Luna Libros, que recibió la mención de honor en el I Premio Iscariote al mejor libro de microrrelatos publicado en España en 2022. Algunos de sus textos han sido reconocidos en certámenes como el Carmen Alborch de la Fundación Montemadrid, el e-Prizes de Literatura Instantánea de la Feria del Libro madrileña o el Manuel J. Peláez, y ha sido finalista anual en la XV edición de Relatos en Cadena de la Cadena Ser. En 2023 fue seleccionado para formar parte de la antología Equilibristas (2023, TREA), dirigida por el escritor y maestro de lo breve Ginés S. Cutillas, que recoge una selección de la mejor microficción peninsular y latinoamericana de los últimos años. Vive en un tercero que da al Guadiana y colecciona piedras del río, como Virginia Woolf.

Los textos que se recogen en El infierno comunica caben en la palma de la mano. En todos ellos late una búsqueda continua de lo que el gran ilusionista argentino René Lavand denominaba la belleza del asombro. Microrrelatos que se nutren de la maravilla de lo cotidiano, de los espacios fronterizos entre el sueño y la vigilia, de la fábula moderna, en los que el extrañamiento irrumpe en el plano real para crear nuevos mundos disímiles por los que transitar con naturalidad. Un conjunto que, visto de lejos, posee la forma de una sutil tela de araña que trata de que todos nos dejemos caer, sin darnos cuenta, en la poderosa red de la brevedad.
Damos las gracias al autor por la selección de microrrelatos que ha decidido compartir con los lectores de Amanece con… Los tres primeros pertenecen a El infierno comunica, los dos últimos son inéditos.
Volver a casa
Ahora golpearé la tumba con los nudillos. La señal acordada: seis golpes cortos y uno largo.
Apenas se abra la lápida, los críos se me tirarán al cuello. «Papá, ¿qué nos traes?», preguntarán mientras les reparto canicas, cromos, algún pajarillo medio seco, antes de que salgan corriendo a jugar por el camposanto. Después entraré a verla. Me dirá que estoy más flaco y ojeroso, que no me cuido fuera, pero que así también le gusto. Alabaré la limpieza y lo bien que huele siempre aquí abajo. Se quejará de la muerte que lleva, de la ausencia. Será entonces cuando se lo cuente: «¡He ganado la plaza de sepulturero municipal!». Y la abrazaré con cuidado para no romperla.
El tamaño importa
De todos los compañeros, la mía era la más pequeña. Nunca me había preocupado por su tamaño hasta que Marta me reveló la causa por la que prefería estudiar con Gonzalo. La suya, algo más grande de lo que esperaba, le permitía saciar su voracidad durante horas y aprender el francés por su cuenta. Las otras chicas del instituto la envidiaban por adelantada, de ahí que apenas encontrase amigas con las que conversar de ciertos temas fuera de clase.
Y es que la curiosidad de Martita aumentaba día a día, por ello cuando conoció a Ernesto se olvidó de nosotros. Todo el mundo en el pueblo había oído que la suya, en gran medida heredada del padre, era la más espléndida. Marta pasaba tardes enteras subiendo y bajando por ella con ayuda de una escalerilla, como poseída, hasta el punto de que perdía la noción del tiempo y la castigaban por llegar tarde a casa.
Durante uno de estos correctivos fue a visitarla un primo carnal de su madre, quien le aseguró que no había vicio en el mundo mejor que el suyo y le dio algo de dinero con el que podría comenzar a montarla a su gusto. A nadie extrañó que, nada más levantarle el castigo, la joven lo gastara todo en libros para formar, por fin, su propia biblioteca.
Costumbres
Sucede sobre todo las noches más crudas del invierno, tal vez las primeras tardes de primavera, y siempre me parece un espectáculo de la naturaleza. Dos animales ateridos avanzan desde el lado derecho del colchón, como buscando algo que los encienda. Apenas puedo verlos, pero siento que se acercan, oigo un ruido de rosas secas que arrastran a su paso. Llegan entonces justo al extremo contrario, donde otros dos animales de parecidas formas, pero algo más grandes, duermen. Se suben a ellos, se entrelazan, los despiertan. Por un momento olvidan el frío y juegan con ternura, parecen perder su ferocidad, se vuelven domésticos. Casi al instante entran en calor y, cómplices los cuatro, serenos, vuelven al sueño.
Así sus pies buscan los míos en el lecho.
Jugar con fuego
Justo antes de cerrar los ojos, me dio por imaginar cómo sería mi vida en otro lugar, haciendo otra cosa, siendo alguien más. Sin la rutina febril de los muchos años en pareja. Sin la actitud desafiante de mis hijos adolescentes. Sin el empeño inútil de hallar, en esta selva de ochenta y siete metros cuadrados, un ángulo para mis cosas (escribir, por ejemplo, textos mejores que este). Me recreé largo rato en todo lo que podría lograr si dejara el camino para seguir la vereda. Aunque, al cabo, terminé por avergonzarme de lo avieso de mis figuraciones. «Dios bendiga cada rincón de esta casa», me repetía mientras el sueño llegaba. «Mi casa es mi mundo». O lo era. Esta mañana, mi mujer se ha vuelto humo al abrazarla. De los niños apenas queda ceniza tibia entre las sábanas.
Una franja de vida
Jamila le canta al bebé que lleva dentro la misma canción que su madre y todas las mujeres antes que ella entonaron a sus hijos no nacidos. Una canción de amor antiguo, tejida con la ternura de una estirpe, pero que arrastra también una hebra de resignación. La repite al pie de la letra, como un conjuro, aunque con el tiempo ha tenido que elevar la voz. Mucho más de lo que recuerda. Se pregunta si su hijo la oirá, si su canto alcanzará a vencer el estruendo de las bombas.