Intento rascarme la cabeza sin usar las uñas, únicamente las yemas de los dedos rastrillando mi cabeza. Si lo hago así consigo cierto alivio sin arrancarme pellejones del cuero cabelludo. Además, sería una pena arruinarme las uñas, con lo bonitas que me las dejó la cabrona esta última vez. Esa fue la excusa, ¿no? Yola, vente pa’ casa y te hago las uñas, que me fijé el otro día y las llevas fatal. Y allí que fui. Una vez más, como una auténtica carajota. Vamos, también yo sabía a lo que iba. Nunca me invita a su casa si no está sola. Ya no. A Carlos y a la niña los veo cuando quedamos con las demás, en la calle, en un bar, cuando se celebra otra boda (ya quedan pocas), otro bautizo.
Llevo ya varias horas con este picor y desde que empezó he desarrollado estrategias para conseguir un rascado más satisfactorio. Para el hueco de debajo de las tetas me va mejor el dorso de las uñas, más caricia que rascado. Los codos me los froto contra el costado, mejor si, como ahora, estoy envuelta en la toalla. Oh, sí, mucho mejor. Me quito la toalla para vestirme y me miro en el espejo. Las ojeras me arrastran por el suelo. Los parches rosa intenso de los codos y el torso están empezando a descamarse por los bordes y en algunas zonas tienden al gris. A pesar de mi cuidado, entre los mechones de pelo desordenado se ven perfectamente pedacitos de piel blanquecinos. Me pongo las bragas y el sujetador y me abotono un traje que me puedo quitar fácilmente sin descalzarme. Siempre hago eso cuando voy al médico, pienso que se me va a hacer eterno tener que agacharme y desabrocharme los zapatos para poder quitarme los pantalones. Aunque me avergüence pensarlo, porque implica premeditación y alevosía, también me pongo ropa que sea fácil de quitar y poner cuando voy a su casa. No consigo dejar de pensar que, en el peor momento posible, cuando la cara de Maca esté dentro de mis bragas, vamos a escuchar el ruido de la puerta, los pasos de Carlos, la vocecilla estridente de Alba, mamá, mamá, hemos llegado, dónde estás, mamá.
Cómo odio esa vocecilla. Me recuerda todo el tiempo que mi niño, con prácticamente la misma edad que Alba, parece un pequeño monito a su lado. Mi niño no pronuncia perfectamente todos los sonidos, no es capaz de usar subordinadas, no puede hacer razonamientos elaborados, no sabe abrocharse los zapatos. Pero mi niño es noble. Alba es una pequeña bruja que lo mangonea a su antojo cuando juegan solos y adopta una actitud condescendiente con él cuando están en presencia de adultos. Mi monito noble aparece en la puerta del baño, soñoliento. Lo cojo en brazos y me lo llevo a la cocina. Lo siento, le planto delante un vaso de zumo y unas galletas en forma de dragón. Juega en silencio con sus dragones hasta que el último de ellos ha sido decapitado y devorado.
Pongo a mi niño en el carro y salimos a la calle. Ya es grande para carro, realmente podríamos ir andando al centro de salud que está doblando la esquina. El efecto calmante de la ducha se me está empezando a pasar y el picor vuelve a ser insoportable. Tengo las dos manos ocupadas con el carro y no puedo rascarme, así que fantaseo. Estoy en un gran fregadero de cocina gigante y Maca me frota con un estropajo. Me está haciendo daño. Usa la parte que pica, no hace concesiones y me pasa una y otra vez el estropajo por la piel. Huele a fairy. Me duele y al mismo tiempo el placer es inmenso. Me maneja a su antojo como una niña jugando con una muñeca. Estoy esperando en la sala de urgencias del centro de salud y no tengo ni idea de cómo hemos llegado hasta aquí.
Esperamos cuarenta minutos. Estamos en agosto en una ciudad que pierde a la mitad de su población en verano. Entro en la consulta con mi niño, que juega entretenido a pasar las hojas de una revista. ¿Ha tenido algún episodio similar antes? No. ¿Antecedentes de psoriasis en la familia? No. ¿Ha ocurrido algún hecho que haya podido desencadenar el ataque? No, que yo sepa. ¿Está sometida a una situación de estrés? No sé responder. Me miro adentro. Miro a mi niño. Mi niño me mira. Entonces me doy cuenta de que sabe, mi niño monito que no puede agarrar correctamente una cuchara y tomarse el salmorejo sin embadurnarse la pechera sabe, entiende mi dolor punzante mi piel que arde mi furia sorda mi pena epitelial.