Este verano vivo en una ciudad que no existe. O eso dicen, o simplemente una ciudad que se empeña en que la vean.
El seis de junio me ofrecieron venir a esta ciudad que algunos llaman pueblo y que ahora existe en mí con mucha fuerza, el seis de agosto fue mi cumpleaños y el seis de septiembre volveré a casa. La numerología tendrá algo que decir pero por ahora está siendo un verano diferente, intenso y sin los momentos de gandulear propios de este mes.
Tacho del calendario los días que faltan para volver a mi ciudad que ya no veo tan pequeña y tiene trenes que van y vienen de todos sitios. Con autobuses pasadas las diez de la noche y con taxis que circulan todas las horas del día.
Aquí eso no pasa y es que los lugares a los que no se puede llegar no existen. Dicen que hay tren pero la estación lleva tiempo en obras y no funciona. El bus urbano deja de funcionar a las nueve, antes de que el sol se ponga y los taxis son escasos.
Cenicienta no estaría de fiesta hasta media noche porque los bares cierran pronto, o eso me han dicho. No puedo asegurarlo porque a esas horas no hay transporte para volver a casa y me da miedo andar sola por las calles vacías de esta ciudad desconocida en la que dicen que nunca pasa nada.
En realidad aquí no tengo casa, vivo en quince metros cuadrados, en una habitación de hostal con vistas al campo. Se alquila a trabajadores por no menos de un mes. En otro tiempo fue lugar de vacaciones para turistas, familias con ganas de descanso y amantes que se regalan noches de pasión. Ahora es cobijo de currantes de distintos puntos del mapa.
Tengo un pequeño frigo en la habitación y la mesa donde escribo también es donde como y estudio. Es un escritorio con un cajón y dos estantes que uso a modo de pequeña despensa. Latas de mejillones, latas de pulpo, tomates cherri y azúcar moreno es lo que veo mientras escribo. En una de las mesitas de noche guardo menaje de hogar y algunos productos de limpieza. En el pasillo, al salir de la habitación, está el armario escobero donde se esconde el microondas, mi aliado para comer caliente. También hay una de esas cafeteras modernas de capsulas que yo no sé utilizar y miro con desprecio porque nunca he pasado de la cafetera italiana de toda la vida que se pone al fuego y hace el café sin tener que apretar botones. Sobrevivo gracias al café soluble el que considero no puede diferir tanto de café con leche envasado en un plástico por dosis individuales. Con la freidora de aire me pasa algo parecido.
Llegué a esta ciudad en plenas fiestas pero me escondí de ellas. Cada día pensaba en ir a descubrirlas, pero por la mañana temprano cruzaba la ciudad para llegar al trabajo y por el camino me encontraba con la decadencia y destrucción que dejaba la noche de festejos. Una imagen algo dantesca que acababa con mis ganas y preferiría olvidar. Costumbres y fiestas populares, parecemos tranquilos hasta el campanazo de salida que da rienda suelta a nuestra locura. Aprendido queda, en un lugar desconocido es mejor dejar las fiestas populares para el final.
Me gusta el turno de noche porque así tengo más días de descanso, pero cuando descanso echo de menos mi casa, así que he decidido ir descubriendo esta ciudad paseando y así mientras camino no pienso. La naturaleza aquí se mezcla con la ciudad y la ciudad respeta a la naturaleza y la incluye en su paisaje y así se consigue una belleza continua camines por donde camines y me puedo olvidar de todo y sentirme una guiri intentando formar parte de algo y me reconcilio con este lugar.
Ya una vez me fui de casa para trabajar, pero no fue igual. Me iba para mucho tiempo y cuando lo necesitaba tenía cerca un tren que me devolvía pronto a mi sitito. Las dos ciudades existían y se comunicaban entre ellas llenas de gentes que ríen a carcajadas y hablan alto. Una amiga siempre estaba cerca por si caía. Formé una familia postiza de amigos y de cuidados. En aquel tiempo estaba huyendo y ellos me salvaban. Ahora no huyo, ahora camino hacia delante.
Tres meses de verano son casi un punto, un punto para estar más cerca de una vida mejor. Así estamos todos aquí, de paso. Y ya de paso aprendemos que este lugar y su gente existen, contundentes como sus zarajos y eternos como este verano. Solos en una habitación, paseando hasta no más tarde de las once. Pisando este suelo y reconociendo nuestros pasos. Y así existimos.
Estoy terminando mi quinta década en este mundo y aun queda mucho por descubrir fuera de mi espacio seguro, pero tengo una casa que es mi familia, pequeña pero mi vínculo al mundo. Mi familia, la gente que quiero y la que elijo. El lugar donde volver.
