Perder a su marido tan joven en aquel trágico accidente convirtió a Irene en un lánguido eco de sí misma. Cuando claudicó a la pena, caminó el duelo y quiso vivir otra vez, allí estuvo Paco. Una casualidad como cualquier otra: misma profesión, despachos contiguos, viajes de trabajo… se escuchaban, hablaban, y una cosa lleva a la otra. Ella le buscó un hueco en su corazón, junto al indeleble recuerdo de la persona que amaría para siempre pero que ya no estaba. Con la lección aprendida y bajo la alargada sombra del solo por si acaso, se lo dio todo: cada noche un “te quiero”, cada discusión idiota un “dame un beso y ya hablaremos de esto luego”, todos los caprichos y mil abrazos… nunca sospechó del miedo que él guardaba en secreto. Mucho tiempo después, cuando fue ella la que faltó, sintiéndose solo e incompleto, Paco le llevó cada día flores al cementerio rogándole a Dios que cuando se lo llevara a él le dejasen renunciar al Cielo. Allí estarían los dos abrazados en un eterno reencuentro; no quisiera interrumpirlos, y aunque se alegraba por ella, prefería no verlo porque moriría de nuevo.