Se sentaron juntos en el parque, mientras el cielo, al atardecer, se oscurecía; ella le miró y él sintió una chispa que le caló hasta los huesos. Fue entonces cuando se sintió solo y deseó haber seguido recto. Caminaron por el viejo canal, un poco confundidos, lo recuerdo bien. Y se detuvieron en un extraño hotel, con sus luces de neón brillando. Él sintió que el calor de la noche lo golpeaba como un tren de carga, mientras se movía con un simple giro del destino. Tal vez, así empieza todo lo que importa. Como en esa canción de Bob Dylan, Simple twist of fate; con una llamada telefónica errada, como en Ciudad de cristal, de Auster; o con dos antiguos conocidos que se encuentran por azar en una calle de París, después de décadas sin verse. Ah, sí, esta es la música del azar. El propio Auster, que, en lo que parece una despedida, ha estrenado hace poco la magnífica Baumgartner, lo ha dicho alguna vez: «El azar forma parte de la realidad: estamos continuamente moldeados por las fuerzas de la coincidencia, lo inesperado ocurre con una regularidad casi adormecedora en todas nuestras vidas»[1]AUSTER, Paul. 1995. The Red Notebook. London: Faber & Faber, p. 116. Quizá porque la experiencia vivida, al final, carece de sentido, y solo adquiere su significado a través de la retrospección. Los sucesos de la experiencia vivida son azarosos y lo que hace que pasen del ámbito del azar a formar parte de una cadena causal es que uno vincule el suceso azaroso, mediante un acto de contarse a sí mismo su propia historia, a otro suceso significativo. A través de la mirada ambarina de Vittorio Storaro, se sucede el primer tiempo: el florecimiento del amor complejo. Fanny (Lou de Laâge), una joven que trabaja en una casa de subastas de arte, y Alain (Niels Schneider), un antiguo compañero suyo de colegio convertido en escritor profesional, se encuentran por casualidad en París. Él le confiesa que siempre la ha amado. Ella tiene algunas dudas, casada como está con Jean, un pérfido agente financiero (Melvil Poupaud), pero luego le sigue la corriente. Segundo tiempo: las cosas se enmarañan.
El cine de Woody Allen vuelve a una París que, por su tratamiento en imágenes, empieza realmente en Nueva York. Se trata de un acto de amor hacia la que podríamos llamar su Nueva York europea. Ya no es tan mágica, desde luego, como en Todos dicen I love you (Everyone Says I Love You, 1996), ni deseada como en ese viaje, emprendido por los protagonistas al cierre de Un final made in Hollywood (Hollywood Ending, 2002), o tan misteriosa como su propio pasado cosmopolita en Medianoche en París (Midnight in Paris, 2011). Empero, su sol nos ciega desde ese primer encuentro, en la Avenida Montaigne –que yo mismo he recorrido no pocas veces- entre Fanny y Alain. Quizá porque, a diferencia también de la luz de comedia sentimental que se nos ofrecía en Vicky Cristina Barcelona (2008), y por citar a la gran Agatha Christie, en todas partes está la maldad bajo el sol. Hay en Golpe de suerte (Woody Allen, 2023) zonas oscuras de un inquietante regusto noir, escondidas en los asesinatos bañados por el astro, que pertenecen a la lóbrega ambigüedad de alma de Jean, el marido de Fanny. Y me atrevería a decir, incluso, que la alteración del equilibrio, tras la aparición de un tercer personaje, recuerda también a la divertida Crisis en seis escenas (Crisis in Six Scenes, 2016), donde la rebelde activista interpretada por Miley Cyrus alteraba, sin remedio, el acomodado matrimonio compuesto por los veteranos Elaine May y el propio Allen.
De todas formas, en lo que al azar respecta, lo cierto es que no se trata, ni por asomo, de un tema nuevo en la filmografía del director, como en este coup de chance que da nombre, precisamente, a su –última hasta la fecha- quincuagésima película. Quizá haya que distinguir, es cierto, entre las intervenciones de la fatalidad y el destino y el papel del puro azar, pero nadie puede negarle a obras como Manhattan (1979), Delitos y faltas (Crimes and Misdemeanors, 1989), Match Point (2006), El sueño de Casandra (Cassandra’s Dream, 2007), Blue Jasmine (2013), Irrational Man (2015) o Día de lluvia en Nueva York (A Rainy Day in New York, 2019) que existe en ellas, y siendo a veces muy decisiva en la trama, su intervención. El problema del azar es, para Woody Allen, que en ocasiones lo decide todo, confronta a sus personajes con él y, por eso, también a sus propias faltas irredimibles. En este último Allen, a la vez el primer Allen íntegramente francés –no discutiremos aquí la causa, que estriba en la muy proterva maniobra de cancelación emprendida contra él-, el azar aparece como una fatalidad que trastoca las cimentaciones preestablecidas de la vida. Interviene para alterar el determinismo del orden matrimonial burgués de Fanny y Jean. Pero este caso también puede leerse como otro determinismo fatal que interfiere en el primer destino. Fue accidental, pero también corolario del destino, que Fanny se cruzase con Alain. Se esperaban desde el colegio. Estaba escrito.
Como en cualquier trama narrativa romántica que se precie, diría Umberto Eco, el amour fou de los amantes siempre se produce por azar (Paolo Malatesta y Francesca da Rimini son un gran ejemplo), pero cada uno de ellos puede llegar a pensar que su encuentro estaba escrito desde el principio. Del mismo modo, el descubrimiento del manuscrito en el cajón secreto y el decisivo giro final de la película son azarosos, pero también parte del destino. Il n’y a pas de destination, ma douce destinée. Paradojas lógicas: ¿acaso no es el destino real, y último, un destino secreto y desconocido, aunque disfrazado de azar? Es cierto que el propio Allen citó la proximidad matemática de Golpe de suerte con Match Point (algunas partes de la trama recuerdan a esta última), pero las dos películas resultan muy diferentes en su postura ante las cuestiones de la moral. Match Point, una de las obras maestras absolutas de Allen, compleja y filosófica, se centra precisamente en la elección incalculable y aleatoria de que la pelota caiga a un lado u otro de la red, pero también en las consecuencias morales, à la Dostoievski, de la elección de matar. Golpe de suerte, por su parte, presenta muy diluidas todas estas reflexiones previas del director sobre el azar de la vida y las elecciones humanas, sobre las consecuencias morales o las ventajas/desventajas del mal. ¿Qué decir, entonces, del Woody Allen psicoanalíticamente amable que ha dedicado, con simpatía, gran parte de su filmografía a las neurosis de vivir, de amar, de la sexualidad, de los conflictos interiores y, aunque sea irónicamente, del sufrimiento psíquico?
En esta obra, que uno diría acto final, hasta despedida, de los grandes temas del psicoanálisis, los personajes de la película aparecen como marionetas aplastadas y revueltas entre el determinismo de su destino y las irrupciones del azar. Puede que, por su aparente ligereza, uno piense que no acaba de encontrar al Woody Allen de los mejores tiempos. Algunos dirán, no sin malicia, que este querido –para muchos- octogenario rasguña de forma perezosa en el fondo del barril de sus brillantísimas ideas anteriores, sin conseguir resultados excelsos. Yo, sin embargo, tengo que disentir. Más lo veo como un autohomenaje, como irónico epigrama de panteón que llega antes de tiempo. Puede que Golpe de suerte no (nos) evite los estereotipos. O mejor aún, que se regocije en ellos. Pero es que la calidad y el disfrute proceden no tanto de la historia, sino de cómo está contada. Hay una especie de sensibilidad literaria encantadora en los personajes y los diálogos. A pesar de la ambientación francesa, hay un tono y una estética neoyorquinos muy familiares. Ahora ya lo sabemos, por si quedaban dudas: por más que nos empeñemos, uno puede tratar de sacar a Allen de Nueva York, pero no lo hará nunca del todo. Lo placentero estriba en las pequeñas idiosincrasias de la película, como esa extraña fijación del vil Jean por las maquetas de tren o los cotilleos malintencionados entre las élites parisinas. No es casualidad, pues, que las interpretaciones sean extraordinarias, en su mayor parte, especialmente la de Fanny, interpretado por la bellísima Lou de Laâge, para la que Allen, una vez más, ha escrito un personaje femenino enérgico y atractivo (personaje que, por necesidad, hay que sumar al de Aline, la madre de Fanny, a la que da vida Valérie Lemercier, primero como una gruñona neurótica y luego como una divertida y tímida detective aficionada).
La milagrosa Lou de Laâge fulgura rápido, en tanto que tremendísimo acierto de casting, solo comparable, quizá, a lo que supuso la presencia de Diane Keaton, Mia Farrow (malgré tout), Dianne Wiest o Scarlett Johansson en su obra. Con sus grandes ojos y sus labios carnosos, de Laâge es capaz de expresar tantos matices como emociones diferentes habitan en su personaje. Su estilo interpretativo y su físico son una fusión de Jeanne Moreau, Catherine Deneuve, Leslie Caron y hasta, se puede decir, de la Jane Fonda en su época francesa (Clement, Vadim, Godard…). La ingenuidad y la ansiedad, la utopía amorosa o la rutina de ciertos matrimonios se reflejan en su interpretación con verosimilitud y demuestran un talento genuino en la recreación de esta víctima principal del azar. ¡Qué ironía última la de Allen! ¡Qué astucia la de concluir, después de más de medio siglo de Cine, de tanto psicoanálisis y tanta representación del inconsciente, de los deseos, pulsiones y neurosis, que solo es el azar el que nos gobierna! Hay un sentido preciso en la elección del plano secuencia, ya que todo se cimenta sobre el contraste entre el azar y la premeditación, con esta Fanny ya inolvidable, atrapada entre la vida de un artista desarraigado, enamorado de la incertidumbre, y la de un rico asesor financiero, posesivo y anodino, convencido, por el contrario, de que la fortuna de un hombre debe construirse y manipularse. Prendida entre los dos, Fanny, alma antes rebelde, ahora devenida retrato de quien se sabe anegada por el confort y la seguridad, nos hará preguntarnos a cuál de los dos mundos pertenece. Y cómo puede liberarse de uno de ellos, constreñida por una vida que tal vez no es la deseada.
Al situar la historia entre la rica élite parisina, la película tiene la oportunidad de tapizarse y ambientarse con un lujo deslumbrante. El vestuario que ha diseñado la española Sonia Grande, así como los escenarios y localizaciones, destilan una opulencia que Allen ofrece sin, aparentemente, hacer ningún comentario. ¿Hay una crítica sutil a la clase acomodada o somos nosotros los que, en busca del sentido, la traemos a nuestro inconsciente? Quien busque en Golpe de suerte algo sorprendente o innovador se llevará, sin duda, una sorpresa desagradable, pues se trata solo de un maestro haciendo lo que mejor sabe hacer. Como Auster, a quien nombraba antes, Woody Allen no intenta impresionar a nadie, sino solo contar, una vez más, una de sus historias. Se puede decir que Allen es uno de los cineastas cuyo universo ha permanecido, independientemente de la calidad (variable) de su obra, fiel a sí mismo. Es imposible olvidar cómo se inicia la película, con la boina de Fanny y su llamativo bolso rosa dominando el encuadre en primer plano mientras camina por un bulevar. Y tampoco nos pasa desapercibido que, de todas formas, el cineasta abandona pronto la suavidad de ese primer movimiento de cámara para construir, a continuación, en el transcurso de la historia, las dificultades de ese encuentro con precisión, rotundidad y un marcado tono francés, que nos recuerda a Rohmer y a Chabrol, sobrepuesto a un misterio divertido y lleno de paranoia, que acentúan varios primeros planos de gran angular, normalmente ausentes en la obra de Allen.
Su compañero de fatigas tras la cámara, Vittorio Storaro (esta es su quinta colaboración), lo filma casi todo con luz neutra, quizá para no exagerar la mirada sonrosada sobre la capital de Francia y produce un atractivo contraste entre la paleta azul y blanca del lujoso apartamento de Fanny y Jean, por ejemplo, y los magníficos colores, tan caóticos, de las calles de París en otoño. Todo ello sin parafernalias ni efectos, transparente y comedido. La música, por su parte, sobresale de nuevo en la obra de Allen. Delicadísimo e irónico, el cineasta ritma los encuentros amorosos de Fanny y Alain en el Jardín de Plantas o bajo las cortinas del pequeño apartamento parisino de Alain nada menos que con Nat Adderley y Herbie Hancock, con The Modern Jazz Quartet, Kenny Burrell o Donald Byrd. La eterna Cantaloupe Island, histórica composición de Hancock, deviene, una y otra vez, libertino intermezzo entre las escenas, romanza inmemorial del humor lacerante y el thriller sombrío. Un poema de Prévert o una cita de Simenon serán igualmente decisivas en esta película, tan elegante y entretenida como juguetona, y cuya trascendencia es comparable a la de un cuento moral. Woody Allen ha permanecido fiel a sí mismo incluso en lo que respecta a su inigualable sentido del ritmo, siempre baza estilística, cuya fluidez se apoya en el montaje absorbente, que obra en manos, desde 1999, de su sempiterna Alisa Lepselter.
Este misterio detectivesco nos hará, una vez más, como en Sombras y niebla (Shadows and fog, 1991) o Misterioso asesinato en Manhattan (Manhattan Murder Mystery, 1993), sospechar de todo el mundo y, al estilo de la hitchcockiana La ventana indiscreta (Rear window, 1954), los personajes dudan, magnifican pequeños detalles y encuentros fortuitos, para atar los cabos sueltos y llegar a conclusiones que dejan matrimonios resquebrajados en el camino (Interiores, Hannah y sus hermanas, Septiembre, Alice, Maridos y mujeres) o abren nuevas vías al amor (Manhattan, La maldición del escorpión de jade, Magia a la luz de la luna, Día de lluvia en Nueva York). Los cambios de fortuna están ahí para quien los merece, pero la meritocracia que Jean defiende con ardor será siempre un arma de doble filo, en manos del director de Annie Hall. Woody Allen vuelve –porque necesita aire, respirar, crear ese contacto familiar, íntimo y secreto con las ciudades que ama- a un París, decía al principio, que empieza en Nueva York, con lucidez, elegancia y cadencia, en esta (ojalá no última) reflexión sobre el sentido de la vida, en la que, por mucho que nos convenzamos, de que la buena fortuna es una compañera a la que hay que seducir y llamar por cualquier método, la fatalidad y lo inesperado están siempre a la vuelta de la esquina. O detrás de las ramas de algún árbol. En la primera película original de Allen, Toma el dinero y corre (Take the money and run, 1969), Virgil Starkwell, su protagonista, dice: «Actúa con naturalidad. Por favor, pon cincuenta mil dólares en esta bolsa y actúa con naturalidad». Así empieza todo. Es Allen sobre Allen, aparezca o no en pantalla, con sus chistes y su neurosis.
Más que reflexionar sobre la ausencia de moral y en una sociedad que no siempre reserva el castigo al crimen, ha vuelto a hacerlo, ha vuelto a recrearse en observar con una mirada burlona las relaciones de pareja a la deriva y las artimañas del azar, que a veces acude en nuestra ayuda precisamente desafiando una visión ética de la vida. Y una carcajada liberadora subraya lo insustancial de nuestro empeño por controlar un destino del que nos pensamos creadores, pero que en realidad se nos escapa continuamente de las manos. Como le ha ocurrido a William Friedkin, algunos directores veteranos –Schrader, Eastwood- dejarán este mundo todavía con vida cinematográfica pendiente. Konigsberg, nuestro contemporáneo, nacido en Brooklyn, no es una excepción y así, y de ese modo, lo demuestra. En un ambiente de alta burguesía, en apartamentos lujosos y casas de campo con coto de caza, sus personajes no divagan entre neurosis sin preocupaciones materiales, sino que se mueven en una estilizada historia de adulterio y venganza. Ahí radica el sesgo social de la historia, el debate entre el acomodo y la pasión, el arribismo y el viejo dinero, que Allen lleva hasta las últimas consecuencias, porque de la muerte nunca se vuelve. Soñamos despiertos con lo que Rohmer podría haber dicho de este triángulo amoroso, pero también con sus detectives truffaldianos, su trama con ecos de Dostoievski, e incluso de Patricia Highsmith, y sus asesinos de Europa del Este al estilo Godard. Tal vez Allen haya retratado un mundo que no existe o que, más bien, es solo producto de la imaginación de su mente.
Tal vez sea el nuestro, o quizá no, puesto que el veterano cineasta se niega a dar soluciones, pero yo mismo estaría equivocado si pensara, por un momento, que los pequeños detalles de la existencia cotidiana, como el amor que aparece de la forma más inesperada, los fines de semana en el campo donde uno puede hacer senderismo hasta el agotamiento, cazar o disfrutar de conversaciones banales, aburguesadas, hasta las ensaladas que se degustan en los bancos de un parque o las botellas de vino compradas en el supermercado y compartidas en una casa alquilada desde la que se ven los tejados de París, nos quedan a algunos tan lejanas de lo que es, ha sido, nuestra propia vida. Otro brillante golpe de genio, que confirma la cruel precisión de la escritura de Allen (sobre todo del Allen filosófico, cuyo cénit, o uno de ellos, serán para siempre Interiores y Delitos y faltas), habiendo hallado, décadas atrás, el filón básicamente inagotable de un cine concebido como una continua variación sobre los mismos temas. Los interrogantes son siempre los mismos, y se extienden hasta Match Point o El sueño de Casandra: ¿por qué unos se salvan y otros no? ¿Por qué algunas decisiones conducen a la salvación y otras a la condena? Gracias le sean dadas a Woody Allen, entonces, por haber desplegado, de nuevo, tan encantadora mezcla de crueldad sin escrúpulos y absurdo desenfadado, sin más pretensión que, con seguridad, la de mantener la ciencia del entretenimiento hasta un final de finales.
Ficha técnica |
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Referencias
↑1 | AUSTER, Paul. 1995. The Red Notebook. London: Faber & Faber, p. 116 |
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