Mi hermana pequeña nació gaviota. Siempre envidié su cuerpo esbelto, sus suaves plumas, su fino pico. Nunca pude soportar que volara, que fuera libre, que le perteneciera el cielo, que no supiera lo que era el insomnio. Jamás tuvimos buena relación. Apenas nos veíamos en Navidad y en el aniversario de mis padres. Era superficial y engreída. Incapaz de bajar a la tierra y comprender lo duro que era estudiar, luchar por un trabajo o pagar una factura. Cuando enfermó, fui a verla al hospital. Me creí en la obligación de hermana. Tenía un ala atrofiada y el plumaje marchito pero el viento aún bailaba en sus ojos. Me extrañó que me cogiera la mano y se le escapara una lágrima marina que embelleció su rostro como una estrella. Perdóname, me dijo. No la entendí. Por sus celos hacia mí, confesó. Avergonzada, miré mis bastos zapatos marrones, perfectos para un trabajo de ocho a tres y un aburrido matrimonio. Yo también lloré al abrazarla. Pero de rabia. Me mordí el labio hasta que sangró. Qué fácil es desear tener los pies en el suelo sabiéndote eternamente aérea.