Un personaje principal no necesita estar en la pantalla, no al menos si su imagen aparece en ella. Por eso, el retrato del Capitán Gregg es tan fundamental en el cine de Joseph L. Mankiewicz (1909-1993) como los cuadros familiares en El Castillo de Dragonwyck (Dragonwyck, 1947), Gino Monetti en Odio entre Hermanos (House of Strangers, 1949), el busto de César en Cleopatra (1963) o la Marguerite de La Huella (Sleuth, 1972), que sólo conocemos por dicha pintura y una fotografía (de Joanne Woodward, en realidad). Todos ellos están, aunque tarden en aparecer, aparezcan poco o, directamente, no aparezcan. Esos retratos simbolizan los sobrevivientes del pasado y del presente. Primero es el retrato de Gregg el que ocupa la pared del salón; después será el que pinta el infatuado Fairley (George Sanders) y por último, una vez demostrado el engaño de aquel, volverá a ser Gregg quien ocupe un lugar fundamental en esa estancia. El retrato de aquello que ya no existe, pero que es real, frente al del vivo que, sin embargo, es un fracaso como ser humano. Pero es también común en el cine de Mankiewicz que la heroína, tal es el caso de Lucy Muir, se evada, que marche a la búsqueda de su imaginario: lo hacen Miranda en la antedicha Dragonwyck, Sarah en Ellos y Ellas (Guys and Dolls, 1955), Catherine en De Repente, el Último Verano (Suddenly, Last Summer, 1959), Cleopatra y hasta María en La Condesa Descalza (The Barefoot Contessa, 1954), aunque, en su caso, su viaje eterno, en inacabable errancia, jamás sacien sueño o inquietud alguna.
En la filmografía de Mankiewicz, el fondo sublima la forma. La calidad de la historia, la búsqueda de la palabra correcta y el uso de diferentes registros están al servicio de la expresión de los sentimientos, la fotografía y la interpretación de los actores. Para el guión de su cuarta película, El Fantasma y la señora Muir (The Ghost and Mrs. Muir, 1947) -que adaptaba una novela victoriana aparecida dos años atrás y firmada por Josephine Leslie con pseudónimo- Mankiewicz contará con Philip Dunne, que ya había colaborado con el director en su película anterior, The Late George Apley (1947), menor aunque interesante ejercicio de comedia satírica: viuda desde hace un año, Lucy Muir (Gene Tierney, probablemente la más hermosa de las actrices de Hollywood) decide dejar Londres para establecerse en una pequeña casa junto al mar, en WhiteCliff. Pero la primera noche, Lucy se da cuenta de que la casa está embrujada. El fantasma del dueño anterior, el capitán de marina Daniel Gregg (Rex Harrison), intenta asustarla, pero la joven acepta la presencia del espíritu y se instala en la casa con su hija Anna (Natalie Wood, entonces una niña) y Martha (Edna Best), su conservadora institutriz. El fantasma se enamora de Lucy, pero ella, a su vez, de Miles Fairley (George Sanders), un autor de cuentos infantiles, este sí, muy real.
El fantasma y la Señora Muir es una de las más bellas historias de amor jamás contadas en la gran pantalla, protagonizada por una mujer emancipada que, una vez viuda, decide tomar las riendas de su vida y avanzar, incluso si surgen problemas de dinero. Su fuerte personalidad, su franqueza y su ambición representan una pequeña revolución a finales de la época victoriana en Inglaterra, y, desde luego, la decisión de confiar esta tarea interpretativa a Gene Tierney es sintomática de que la actriz, para aquel tiempo, había devenido ya presencia cinematográfica fundamental: demasiado frágil para ser sólo carnal y tan intensa como para que una mirada suya robe toda una escena.
Esta historia de amor nos coloca, cara a cara, con los fantasmas, formando un círculo perfecto que tiene su nadir en El diablo dijo no (Heaven Can Wait, 1943), de Lubitsch. Canto henchido de romanticismo elegíaco, Mankiewicz parece querer decirnos que no olvidemos a los muertos, menos aun cuando protegen los mismos lugares que habitaban cundo estaban vivos. Una historia fuera de toda conveniencia moral y de toda convención, que nace en un Londres todavía victoriano, en el que dos individualidades melancólicas, cuando la vida se ha despedido ya o está por hacerlo, renacen en un encuentro que supera las distancias espacio-temporales.
Si bien el tema del amor de otro mundo no era nuevo en Hollywood (por ejemplo, la película antes mencionada de Lubitsch), El Fantasma y la Señora Muir no elige el camino habitual del amor imposible, sino que se coloca frente a él, lo normaliza y familiariza para transformarlo en un objeto diario. El trabajo de dictado y transcripción que dará forma a la autobiográfica novela del capitán –cuyo objetivo, en principio, es conseguir dinero para costear el alquiler de la casa- se desarrolla con un ritmo diario, lo que permite a los dos conocerse, apreciarse e incluso echarse de menos, todo ello de una forma que no olvida las características físicas de ambos, en dos claramente diferentes límites de densidad.
La relación entre las dos partes nunca es conflictiva, como cabría esperar en una relación imposible, sino que ambos son conscientes de las dos dimensiones diferentes que habitan: la física y la ilusoria. No intentan forzar las barreras que las bordean. Sólo aprovechar al máximo el tiempo de que disponen, porque podría desaparecer antes de lo que podemos imaginar. Así, la película de Mankiewicz pone de relieve cómo el amor puede también aflorar de manera repentina en el momento más oscuro de la presencia terrenal y como, por el contrario y de la misma manera, después de tan cegadora luminosidad, puede acarrear, inevitablemente, largos y lluviosos otoños. Una temporada que terminará por recordarnos que el personaje de Tierney es demasiado similar a los fantasmas para no convertirse en uno de ellos. Por otra parte, el aspecto físico de ese amor se nos muestra a partir de la elección de la heroína entre lo real impúdico y deshonesto (el, por último, adúltero Fairley, al que da vida un George Sanders en habitual estado de gracia) y lo imaginario sin mácula (el capitán Gregg). El fantasma y la señora Muir se presta a múltiples visualizaciones, porque se desarrolla de forma pausada y con mucho diálogo y largas conversaciones que –Philip Dunne logra, en su libreto, una verdadera sinfonía dialógica- revelan más matices la segunda o tercera vez que son escuchadas. ¿Existe realmente el fantasma de Harrison, o es sólo la manifestación de la más profunda fantasía de Tierney: tener un hombre sin realmente tenerlo?
Coloreada por la fantasía y el romance, esta película excelsa, cima imponderable de toda la historia del Cine, navega entre lo real y lo irreal, por su condición expresa de historia de amor quimérico.
Resulta curioso pensar que el film de Mankiewicz El Fantasma y la Señora Muir pueda provocar, a simple vista, sensación de obviedad. Incluso si, en el cine como en cualquier otro lugar, no fuera éste un criterio indiscutible o decisivo. Empero, lo que, de inmediato, revela el visionado de la película es, en realidad, una experiencia muy común que parece mitigar la originalidad de las obras posteriores de Mankiewicz, en apariencia más personales e incisivas. Estoy pensando en Carta a Tres Esposas (A Letter to Three Wives, 1949), Eva al Desnudo (All about Eve, 1950) o La Condesa Descalza (The Barefoot Contessa, 1954), tres películas fundamentales, caracterizadas por el despliegue implacable de una construcción narrativa que moviliza, de manera muy particular, todas las posibilidades del flash-back, al servicio de una estructura irónica de bien ajustada desilusión.
Como digo, esto es sólo lo que parece ocurrir a simple vista. A diferencia de esas películas, el encanto real y profundo de El Fantasma y la Señora Muir no está producido por un dispositivo narrativo como los antedichos, con idas y vueltas en el tiempo, multiplicación de voces narrativas o engastados flash-back que se entremezclan en las coordenadas temporales o un dispositivo fundamentado, en fin, sobre una especie de meditación con tono shakesperiano. La atención no está puesta tanto en las desconexiones temporales y el cruce entre pasado y presente (el telescopio que adorna la estancia más importante de la película, el retrato), sino en una variación poco o nada convencional sobre la huida del tiempo y la permanencia imposible de los sentimientos. Una bifurcación del presente que está contenida en la disolución ineludible y cruel de los seres y de las cosas. Mankiewicz la cuenta de manera lineal, en esta poco o nada convencional historia de fantasmas, sin el menor efecto de distanciamiento irónico, cínico o desengañado al que nos llevaría, por ejemplo, el uso de la voz en off. La tonalidad novelesca dominante es triste, incluso melancólica, pero uno de los puntos fuertes de la película será hacer coexistir, del modo y manera más naturales, a un fantasma muy corpóreo que cohabita en su propia casa con la mortal señora Muir, que no sólo lo acepta, sino que desea expresamente su presencia. Esto les conducirá a vivir una singular forma de amistad conyugal.
Hay algo tan encantador y exquisito en esta película «con fantasma» –no «de fantasmas»-, que la hace especial. Tanto que resulta difícil hablar de ella, como si el lirismo, envuelto de manera sutil por la película, volviese artificial o desalojase cualquier comentario de tipo analítico que rompería el sensible efecto resonante que tiene lugar tras su proyección continuada. Poco de lo dicho con palabras puede prolongar esta resonancia lírica, como si las palabras resultasen incapaces de devolver el embrujo de esta película tan embrujada o la belleza de los paisajes, acrecentada por la inmensa melodía de Bernard Herrmann. Tal vez incapaces de decir no un mar, sino el mar de esta película, o la marcada sensación del tempus fugit (el tocón de madera con el nombre de Anna Muir, anclado en la orilla del mar y que, desgastado por la erosión del mar, constituye el verdadero indicador del paso de los años; el reloj del salón, siempre presente). El Fantasma y la Señora Muir es una apertura perfecta hacia lo imaginario que constituyen las elevaciones líricas de Rex Harrison y su voz.
Lo evocado aquí es, ni más ni menos, la íntegra modestia del fantasma ante la insistencia inevitable del deseo de ella, la joven y hermosa señora Muir, que no es otro que encontrar de nuevo un amor más tangible, un amor más verdadero que el que sentía por su difunto marido y que aquel que pueda concederle un fantasma.
El amor como condición misma de la vida de los mortales. Por eso el fantasma, cuando la sabe enamorada de Fairley –aunque luego resulte un fracaso-, vendrá para despedirse de ella, hablándole en sueños sobre el pesar de un tiempo imaginario que jamás pudo ser: «Cómo te habría gustado el cabo Norte, y los fiordos bajo el sol de medianoche, y navegar entre los arrecifes de Barbados, donde el azul del mar se torna verde, y hacia las Malvinas, donde el viento del sur hiende el mar por entero y lo cubre de espuma blanca. ¡Lo que nos hemos perdido, Lucía, lo que nos hemos perdido!»
El film de Mankiewicz es tan poco convencional, en efecto, que en ella, las fuerzas del más allá –el capitán Gregg-, no irrumpen bajo las formas de una angustia sostenida por los comunes efectos –si bien, eficaces- del cine fantástico. No se trata de una amenaza contra los «vivos» -que son, a la vez, los mortales- sino más bien una demostración de inmortalidad protectora: el fantasma del capitán se manifiesta para vivificar la soñadora existencia de la viuda Muir, infundiéndole, de manera progresiva, el deseo asumido por una promesa limpia, en contra de todas las conveniencias sociales; y será él quien acuda, al fin, para resucitarla eternamente, para convertir su muerte en una vida plena, sin rastro alguno de la decrepitud y de las desilusiones de los mortales.
La certidumbre del «encanto» de esta película parece ser, en esencia, un lirismo aparentemente límpido, una historia de fantasmas contada en su linealidad más simple, hasta el extremo exaltado de un amor que es finalmente inalterable. Entonces podremos ver el centelleo de una presencia pura, una gloria sin descanso hasta llegar al final, a ese cierre lustroso de la magnificencia del Ser. A una verdad, en definitiva, de presencia descubierta, que abole por obra y gracia de la inmortalidad, lo que es frágil en el amor, en la vida mortal.
Ficha técnica |
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